De la decadencia a la revuelta
En el artículo anterior, describimos lo que podría considerarse la era dorada de los judíos, los siglos IV y III AEC, cuando había relativa unidad y calma y tres veces al año, gente de las naciones del mundo venía a Jerusalén, se inspiraban en la unidad y la hermandad durante las peregrinaciones y decía: «Es conveniente aferrarse sólo a esta nación».
También dijimos que Ptolomeo II, rey de Egipto, quiso aprender la sabiduría judía e invitó a setenta sabios de Jerusalén para que le enseñaran la Ley judía y tradujeran los cinco libros de Moisés al griego, para que pudiera entenderlos. Ptolomeo estaba tan feliz con lo que había aprendido que les dijo a los sabios que ya había aprendido cómo debía gobernar a sus súbditos.
El rey Ptolomeo quería seguir aprendiendo de los judíos y pidió a Eleazar, Sumo Sacerdote de Jerusalén, que uno o dos sabios vinieran cuando tuviera preguntas sobre el gobierno o sobre la sabiduría judía. Lamentablemente, ese deseo nunca se materializó y no por Ptolomeo, sino porque los propios judíos cambiaron.
La singularidad del sistema judío no radica en que los judíos sean sobrehumanos y puedan superar su ego. No existe tal cosa. Más bien, la singularidad del judaísmo genuino y auténtico, es reconocer que la naturaleza humana es egoísta, pero se eleva por encima de sí misma, como dijo el rey Salomón, «El odio suscita contiendas, pero el amor cubrirá todas las transgresiones» (Proverbios 10:12).
En el tiempo en que los judíos estaban en su mejor momento, su ego se elevó a tales niveles que no pudieron superarlo. Como resultado, muchos comenzaron a eludir el camino de la unidad, el camino de sus padres y se inclinaron ante las culturas de los países vecinos, a saber, helenismo. La cultura helénica, con sus gimnasios, anfiteatros, grandes estatuas y arquitectura impresionante, parecía más atractiva que el judaísmo, que exigía que el individuo se esforzara por amar a los demás. En lugar de amar a los demás, los griegos ensalzaban el yo, al individuo y hacían ofrendas a dioses mucho más parecidos a los humanos que a las deidades, eso atraía el creciente ensimismamiento de la gente.
El resultado de este declive espiritual fue que, en lugar de que las naciones aprendieran de la hermandad de los judíos, los judíos invitaron a los griegos, inculcaron la cultura helénica en la tierra de Israel y la nación se dividió cada vez más. En 175 AEC, falleció Seleuco IV Filopator, gobernante del Imperio seléucida helenista, soberano en la tierra de Israel que dio a los judíos total libertad de culto. Su sucesor fue Antíoco IV Epífanes. Inicialmente, Epífanes no tenía intención de cambiar el status quo en Judea y no tenía ningún deseo de interferir con la libertad de culto de los judíos, pero algunos judíos tenían otros planes y rápido todo se fue cuesta abajo.
Cuando Epífanes llegó al poder, las ciudades de Siquem, Marisa, Filadelfia (Ammán) y Gamal ya estaban helenizadas. “Un anillo de esas ciudades, plagado de griegos y semi griegos, rodeaba la Samaria judía y Judá, que eran vistas como montañosas, rurales y atrasadas … antiguos sobrevivientes, anacronismos, que pronto serían barridos por la irresistible marea moderna de ideas e instituciones helénicas”, escribe Paul Johnson en La historia de los judíos.
Al ver lo que sucedía a su alrededor, los judíos establecieron lo que Johnson llamó «Partido Reformador Judío, que quería imponer el ritmo de la helenización». Así como el Movimiento de Reforma contemporáneo que comenzó en Alemania se esforzó por despojar al judaísmo de las costumbres judías o al menos mitigarlas y poner el foco en su ética, sus antepasados se esforzaron por «reducirlo a su núcleo ético», escribe.
Para acelerar la helenización de Judea, Jason [hebreo: Yason], líder del arquetípico Movimiento de Reforma, cuyas metas y modus operandi no eran diferentes al judaísmo reformista actual, se unió al rey Antíoco Epífanes, quien estaba “ansioso por acelerar la helenización de sus dominios … porque, pensó que aumentaría los ingresos fiscales, pues tenía escasez crónica de dinero para sus guerras”, según Johnson. Jason pagó a Epífanes una considerable suma de dinero, a cambio, Epífanes derrocó a Onías III, Sumo Sacerdote en ejercicio en Jerusalén y entregó el puesto a Jason.
Jason no perdió el tiempo. Convirtió a Jerusalén en una polis, la renombró como Antioquia y construyó un gimnasio al pie del Monte del Templo. Igual que el Movimiento de Reforma en Alemania, tan pronto como se les dio la emancipación a principios de la década de 1870, los reformadores de la antigüedad aspiraban a adaptar el judaísmo a la modernidad y finalmente abandonarlo por completo. Abandonaron las antiguas costumbres judías relacionadas con el Templo y dejaron de circuncidar a los bebés varones. En palabras de Flavio Josefo, “dejaron todas las costumbres propias de su país e imitaron las prácticas de las otras naciones”.
Irónicamente, en 170 AEC, Menelao le hizo a Jason lo mismo que le había hecho a Onías III: le pagó a Antíoco Epífanes una considerable suma de dinero, quien, a su vez, lo ungió como Sumo Sacerdote en Jerusalén.
Pero mucho peor que el abandono de sus costumbres, cuando los judíos se volvieron helenistas, también abandonaron su unidad. Incluso entre los helenistas, estallaron peleas entre los partidarios de Jason y los partidarios de Menelao. Los que prefirieron mantener el espíritu judío que les había ganado tanto respeto por parte de Ptolomeo, no querían a ningún líder y se volvieron cada vez más rebeldes.
Curiosamente, el propio Epífanes no estaba interesado en destruir el judaísmo. De hecho, no era usual que un gobierno griego pisoteara otras religiones. Según Johnson, «La evidencia sugiere que la iniciativa vino de los reformadores judíos extremos, liderados por Menelao».
Cuando, en el año 167 AEC, los helenistas intentaron colocar un ídolo en el templo de Modi’in, donde Matatías el asmoneo, era el sacerdote, la marea se volvió en su contra. Matatías era muy conocido y respetado y muy firme en su piedad. Los helenistas querían “obligar a los judíos a hacer lo que se les mandaba y ordenaron a los que estaban allí, ofrecer sacrificios [a los ídolos]. Querían que Matatías, una persona de gran carácter… empezara el sacrificio, porque [creían] sus conciudadanos seguirían su ejemplo”, escribe Josefo. «Matatías dijo que no lo haría y que si las otras naciones obedecían los mandatos de Antíoco … ni él ni sus hijos abandonarían el culto religioso de su país». Cuando otro judío intervino para sacrificar, en lugar de Matatías, el sacerdote, enfurecido «corrió hacia [el judío] con sus hijos, que tenían espadas con ellos y mató tanto al hombre que sacrificaba como a Apeles, el general del rey, que los obligó a sacrifica y a algunos de sus soldados».
En poco tiempo, miles de judíos, frustrados por la conversión forzada al helenismo, que les había impuesto el propio Sumo Sacerdote, se unieron a Matatías y se dirigieron a las montañas del desierto de Judá. Matatías nombró a su tercer hijo, Judas Macabeo, comandante de la milicia recién nacida y desde el desierto, llevaron a cabo la brillante campaña de guerrillas, que ahora conocemos como revuelta asmonea o revuelta macabea.
La revuelta macabea no fue contra el ejército seléucida ni contra los ejércitos vecinos. Fue en contra de los judíos helenizados y se esforzó por intimidarlos y obligarlos a volver al judaísmo. Pero como los helenistas tenían el apoyo del gobierno seléucida, se dirigieron a Antíoco y le pidieron ayuda militar.
Un año después de la revuelta, Matatías falleció. Antes de su muerte, convocó a sus hijos y les dijo que debían continuar la lucha. Pero, sobre todo, les ordenó que mantuvieran su unidad de acuerdo con la antigua ley judía: “Especialmente los exhortó a estar de acuerdo unos con otros y ceder ante otro cuya excelencia fuera superior y así cosechar las ventajas de las virtudes de cada uno”, escribe Josefo.
Este espíritu de unidad y contribución de las fuerzas de todos al bien común, fue lo que dio a los Macabeos su ilustre victoria sobre ejércitos mucho más grandes, mejor equipados y mucho mejor entrenados, del Imperio seléucida. Tres años después de la insurgencia, Judas Macabeo fue lo suficientemente fuerte como para marchar sobre Jerusalén y recuperarla de los seléucidas. Luego, finalmente, en 164 AEC, el Sumo Sacerdote Menelao se vio obligado a buscar refugio.
Sin embargo, recuperar Jerusalén y reanudar el culto en el templo no puso fin a la guerra. Los judíos no sólo tuvieron que luchar contra los seléucidas fuera de las murallas, sino que también tuvieron problemas desde dentro. “Durante todo el período de persecución y revuelta”, escribe el historiador Lawrence H. Schiffman, “los paganos helenistas de la Tierra de Israel se habían puesto del lado de los seléucidas y habían participado en las persecuciones. Por eso, fue natural que Judas Macabeo se volviera contra estos enemigos y contra los judíos helenizados que habían provocado las horribles persecuciones. Los helenizados, muchos de origen aristócrata, habían luchado del lado de los seléucidas contra Judas y los macabeos.
Después de la muerte de Epífanes en 164 AEC, su hijo Antíoco V Eupator, llegó al poder. Después de poner un largo asedio a Jerusalén y de haberla casi matado de hambre, los seléucidas se encontraron de repente bajo la amenaza de Persia. Al no tener otra opción, el rey ofreció la paz a los habitantes sitiados de Jerusalén, les prometió libertad de culto y autogobierno. Los macabeos aceptaron la oferta de buen grado y los seléucidas se retiraron rápidamente para enfrentarse al avance de los persas. Sin embargo, se llevaron al ahora derrocado Sumo Sacerdote Menelao, ya que «este hombre fue el origen de todo el daño que los judíos les habían hecho, al persuadir a su padre para que obligara a los judíos a dejar la religión de sus padres», concluye Josefo. Posteriormente, Antíoco V Eupator restauró el pacto de libertad religiosa que su bisabuelo, Antíoco III el Grande, había tenido con los judíos y puso el sello definitivo a la revuelta asmonea cuando ejecutó a Menelao.
Para obtener más información sobre este tema, consulta mi última publicación, La elección judía: Unidad o antisemitismo, Hechos históricos sobre el antisemitismo como reflexión sobre la desunión social entre judíos.
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