Repletos de ira, frustración y aversión mutua, cultivadas con avidez durante las semanas del encierro, los residentes del Estado de Israel están comenzando a reanudar su vida, si pueden llamarle así. Nadie es optimista. Todos saben que la siguiente clausura está a la vuelta de la esquina y saben que ahora que se mitigó el confinamiento, la cantidad de nuevos casos confirmados se incrementará de nuevo y provocará una tercera ola de brote de COVID-19 y un tercer encierro, sin final a la vista. Pues, si nadie se va a apegar a las simples reglas del distanciamiento social y del uso de cubrebocas, nada impedirá que el virus regrese.
Somos los únicos culpables del brote, pero culpamos a los demás.
No se necesitan leer las estadísticas de la pandemia para saber que Israel es una sociedad enferma, pero COVID-19 no es lo peor, ni siquiera es la enfermedad real. El país está plagado de aversión interna a niveles que nunca habíamos visto. Ni siquiera importa si se encuentra una vacuna o una cura para el coronavirus; ya es claro que el odio impondrá más castigos en la sociedad.
Como advertí desde el comienzo del brote, COVID-19 no sólo está aquí para quedarse, sino que se volverá cada vez más siniestro, en sincronía con nuestra renuencia a cambiar nuestra actitud hacia los demás. En la primera ola, atacó principalmente a enfermos y a ancianos. En la segunda ola, como lo advertí, está golpeando a gente sana y más joven, incluso a niños. En la tercera ola, golpeará aún más fuerte, mucho más fuerte. Si no cambiamos nuestra actitud y comenzamos a cumplir con las instrucciones, pero haciéndolo por consideración hacia los demás, enfrentaremos tasas de mortalidad que sacudirán a la sociedad. Habrá pacientes críticamente enfermos y familiares fallecidos en cada familia. Nos esperes un trauma que nos infligirán nuestras propias manos llenas de odio.
Nosotros, los israelitas, pensamos que estamos por encima del sistema o al menos, que podemos vencerlo. Pero la arrogancia no te fortalece, te ciega. Estamos ciegos, no vemos que el virus nos está derrotando. Perdimos la segunda ronda, pero lo ignoramos, como si la tercera ronda fuera a ser mejor para nosotros. No lo será; terminará en lágrimas.
Cuando nos rindamos, entenderemos que todo lo que teníamos que hacer para que el virus se fuera era cuidarnos unos a otros. Si no nos rendimos y no empezamos a cuidarnos, el virus nos matará o nos mataremos unos a otros o nos encontrará alguna otra conclusión violenta para nuestra vida. De una forma u otra, el tiempo del «trato agradable» terminó. O actuamos juntos en concierto y nos unimos para derrotar al bicho invisible o, esa cosita con picos nos dará el nocaut final.
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