Después de su liberación de la esclavitud en Babilonia y luego de que el rey Ciro los envió libres con «plata y oro, con bienes y ganado, junto con una ofrenda voluntaria para la casa de Dios que está en Jerusalén» (Esdras 1: 4), los expatriados o más exactamente, dos de las doce tribus, regresaron a la tierra de Israel y a Jerusalén y construyeron el Segundo Templo. La historia de nuestro pueblo está sembrada de agonía. Pero el período entre la Declaración de Ciro, en 539 AEC y el comienzo de la revuelta hasmonea, en 166 AEC, fue relativamente tranquilo y estuvo marcado por un gran, aunque breve, logro: ser modelo de unidad para las naciones.
No es que no hubiera habido disputas entre los judíos en ese momento. Puesto que fuimos llamados a reconstruir el Templo, había mucho de qué discutir. Pero de una forma u otra, se construyó el templo y se restauró la tranquilidad. De hecho, algunos de esos años podrían incluso considerarse como la era dorada del pueblo de Israel.
En términos de vida material, no se sabe mucho del pueblo de Israel en la tierra de Israel, durante los siglos IV y III AEC. En su libro La historia de los judíos, el renombrado historiador Paul Johnson, escribe sobre ese momento pacífico en nuestra historia, cuando no había nada que informar: “Los años 400-200 AEC son los siglos perdidos de la historia judía. No hubo grandes eventos ni calamidades que registrar. Quizá eran felices”, concluye.
Sin embargo, a nivel social y espiritual, estaban sucediendo muchas cosas.
Tres veces al año, los judíos marchaban a Jerusalén para celebrar las fiestas de peregrinaje: Pésaj (fiesta del éxodo de Egipto), Shavuot (fiesta de las Semanas) y Sucot (fiesta de las Tiendas). En cada peregrinaje, la vista era espectacular. Las peregrinaciones estaban destinadas principalmente a reunir y unir los corazones de los miembros de la nación. En su libro Las Antigüedades de los Judíos, Flavio Josefo escribe que los peregrinos se «conocían … conversaban juntos, se veían y hablaban entre ellos y renovaban los recuerdos de esa unión».
Una vez que entraban a Jerusalén, los peregrinos eran recibidos con los brazos abiertos. La gente del pueblo los dejaba entrar a su casa, los trataban como familia y siempre hubo lugar para todos.
La Mishná gusta de esta extraña camaradería: “Todos los artesanos de Jerusalén se paraban ante ellos y les preguntaban por su bienestar: ‘Hermanos nuestros, hombres de tal y cual lugar, ¿vienen en paz?’ Y la flauta sonaba, hasta que llegaban al Monte del Templo». Además, todas las necesidades materiales de todo el que llegaba a Jerusalén, eran totalmente satisfechas. «Uno no le decía al amigo: ‘No puedes encontrar un horno para asar ofrendas en Jerusalén’ … o ‘No puedes encontrar una cama para dormir en Jerusalén'», describe el libro Avot de Rabbi Natan.
Aún mejor, la unidad y la calidez entre los hebreos se proyectó hacia afuera y se convirtió en modelo a seguir para las naciones vecinas. El filósofo Filón de Alejandría, describió la peregrinación como una fiesta: “Miles de personas de miles de ciudades, algunas por tierra y otras por mar, del este y del oeste, del norte y del sur, veían a cada festival y al Templo, como a un refugio común, un refugio seguro protegido de las tormentas de la vida. … Con corazones llenos de buenas esperanzas, tomaban estas fiestas vitales con santidad y gloria para Dios. Además, hacían amistades con personas que no habían conocido antes y en la fusión de los corazones … encontraban la máxima prueba de unidad «.
Filón no fue el único que admiró lo que vio. Esas festividades de unión sirvieron para que Israel fuera, por primera vez desde que se les dio esa vocación, “luz para las naciones”. El libro Sifrey Devarim detalla que los gentiles «subían a Jerusalén y veían a Israel … y decían: ‘Es conveniente aferrarse sólo a esta nación'».
Unos tres siglos después, El libro del Zóhar (Aharei Mot) describió de manera sucinta y clara el proceso por el que pasó Israel:
“’Mira, qué bueno y qué agradable es que los hermanos también se sienten juntos’. Estos son los amigos mientras se sientan juntos y no están separados. Al principio, parecen gente en guerra, deseando matarse unos a otros … luego vuelven a estar en amor fraternal. … Y ustedes, los amigos que están aquí, como antes estaban en cariño y amor, de ahora en adelante tampoco se separarán unos de otros … y por su mérito, habrá paz en el mundo». De hecho, ser «luz para las naciones» no podría haber sido más evidente que en ese momento.
El renombre de los judíos en ese momento llegó tan lejos que inició la proliferación de su ley fuera de Israel. A mediados de la década de 240 AEC, el rumor de la sabiduría de Israel se había extendido por todas partes. Ptolomeo II, rey de Egipto, tenía pasión por los libros. Esto lo llevó a tratar de poseer todos los libros del mundo, especialmente los que contenían sabiduría. Según Flavio, Ptolomeo le dijo a Demetrio, su bibliotecario, que «le habían dicho que, entre los judíos, había muchos libros de leyes dignos de investigar y dignos de la biblioteca del rey». Ptolomeo no sólo no tenía esos libros, sino que, aunque los tuviera, no podría leerlos pues estaban “escritos en caracteres y en un dialecto propio [hebreo], que causaría no pocos dolores traducirlos al griego”, que Ptolomeo hablaba.
Pero Ptolomeo no se rindió. Escribió a Eleazar, sumo sacerdote de Jerusalén y le pidió que le enviara hombres que pudieran traducir los libros judíos al griego. Setenta hombres fueron enviados a Egipto a petición de Ptolomeo. Pero el rey no los puso a trabajar de inmediato. Primero, quería aprender su sabiduría y absorber de ellos todo el conocimiento posible, «Le hizo a cada uno preguntas filosóficas», que eran «preguntas y respuestas más bien políticas, tendientes al buen … gobierno de la humanidad», escribe Flavio. Durante doce días seguidos, los sabios hebreos se sentaron ante el rey de Egipto y le enseñaron a gobernar de acuerdo con sus leyes. Junto con Ptolomeo estaba sentado su filósofo, Menedemo y estaba asombrado de que «se descubrió mucha fuerza y belleza en las palabras de esos hombres». Este, de hecho, fue el apogeo de Israel.
Finalmente, “Cuando explicaron todos los problemas que el rey propuso, en cada punto, quedó muy satisfecho con sus respuestas”. Ptolomeo dijo que «había obtenido grandes ventajas con su llegada, porque había recibido gran beneficio y había aprendido a gobernar a sus súbditos».
Una vez que Ptolomeo estuvo satisfecho con las respuestas que le habían dado, los envió a un lugar aislado donde había paz y tranquilidad y podían concentrarse en la traducción. Cuando completaron su tarea, escribe Flavio, entregaron al rey la traducción completa del Pentateuco. Ptolomeo estaba «encantado cuando le leían las Leyes y estaba asombrado por el profundo significado y la sabiduría del legislador».
El historiador Paul Johnson, a quien mencionamos antes, escribió sobre los judíos de la antigüedad que; “En una etapa muy temprana de su existencia colectiva, creían haber detectado un plan divino para la raza humana, del cual su propia sociedad iba a ser piloto”. Quizá durante el siglo III AEC, nuestros antepasados tuvieron éxito en esa tarea. Sin embargo, como sabemos por la historia, nuestra hermandad no duró y menos de un siglo después de que tuvieron lugar esos maravillosos acontecimientos, Israel se vio envuelto en una sangrienta guerra civil. Este será el tema del próximo ensayo.
Para obtener más información sobre este tema, consulta mi última publicación, La elección judía: Unidad o antisemitismo, Hechos históricos sobre el antisemitismo como reflexión sobre la desunión social entre judíos.
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