Justo cuando uno piensa que la reducción al absurdo ha caído a lo más bajo, vemos que aún puede caer un poco más. El viernes 15 de abril, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) votó a favor una declaración: Israel no tiene ningún derecho sobre el Monte del Templo. Hizo referencia al lugar solo con las denominaciones palestinas –Mezquita de Al-Aqsa / Al-Haram Al-Sharif– e ignoró sus miles de años de historia judía. En el comunicado, cada vez que se menciona la palabra “Israel”, va seguida del epíteto “fuerza de ocupación”; un total de 16 veces en un documento de menos de cinco páginas.
La declaración no menciona ni una sola vez el derecho de los judíos al culto dentro o alrededor del Monte del Templo. En cambio, “condena enérgicamente las agresiones israelíes y las medidas ilegales contra la libertad de culto y contra el acceso de los musulmanes a su lugar santo de Al-Aqsa / Al-Haram Al Sharif”.
La votación –como era de esperar dado el actual contexto en la ONU– fue abrumadoramente a favor. Los estados miembro del consejo se pronunciaron con 33 votos a favor de la decisión, 6 en contra y 17 abstenciones.
De aquí a una medida que solicite la supresión completa del estado de Israel por “infringir los derechos palestinos” no hay mucha distancia. Debemos reconocer que la gran mayoría de los miembros de la ONU desearían el estado de Israel no existiera. Esta poco lúcida declaración de la UNESCO no refleja su ignorancia sobre la historia de Jerusalén, sino su ira y su odio hacia el estado judío.
Podemos ver la persistente a la par que creciente actitud anti-Israel de la ONU como una crisis, pero yo considero que deberíamos ver esto como una oportunidad. Es nuestra oportunidad, en primer lugar, de volver a conectarnos con la razón por la que nos asentamos en la tierra de Israel: no en el Estado de Israel, sino en la tierra de Israel, en tiempos de nuestros antepasados.
El pueblo judío no comenzó en Israel. Cuando Abraham estableció su primer grupo de seguidores, esperaba poder transformar la sociedad de su tierra natal. Observó que las personas de su país se distanciaban unos de otros cada vez más –tal como sucede hoy en día– y trató de ayudarles a encontrar una manera de volver a unirse. Sin embargo, cuando vio que la resistencia a su demanda era demasiada, salió de su hogar y dio comienzo a una nueva nación. En la centenaria obra Pirkey de Rabí Eliezer (capítulos de Rabí Eliezer) se describe cómo los constructores de la Torre de Babel se lamentaban cada vez que se les caía una piedra desde la torre, exclamando: “¿Cuándo llegará otra en su lugar?” Pero “si era un hombre el que caía y moría, no le daban importancia”. En consecuencia, el libro concluye: “Cuando Abraham, hijo de Tera, pasó por allí y los vio construyendo la ciudad y la torre, los maldijo” y se apartó de ellos.
A medida que Abraham erraba por lo que hoy es el Oriente Próximo, fue reuniendo a más y más personas que apoyaban sus ideas de unidad y fraternidad. Maimónides, en su formidable composición Mishné Torá, describe cómo él “empezó a llamar a todo el mundo (…) yendo de ciudad en ciudad y de un reino a otro, hasta que llegó a la tierra de Canaán”.
Abraham enseñó los principios de unidad y fraternidad a sus descendientes, y para cuando Israel hubo escapado de Egipto ya estaban dispuestos a aceptar la ley del altruismo absoluto, más conocida como “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. El método de los antiguos hebreos era simple: cuando aparezca el odio, cúbrelo con el amor. O en palabras del rey Salomón (Proverbios, 10:12): “El odio despierta rencillas, y el amor cubre todas las transgresiones”.
El pueblo de Israel experimentó muchos conflictos, pero siempre logró unirse por encima de ellos. Mientras fueron capaces de preservar la fraternidad por encima de sus diferencias, pudieron permanecer en la tierra de Israel. Pero cuando el odio injustificado predominó por encima de la unidad, se dispersaron y sufrieron el exilio.
En el momento en que Israel se unió “como un solo hombre con un solo corazón” se convirtió en nación, se les dio la misión de ser “una luz para las naciones”. Esa luz era la luz de la unidad que habían alcanzado. Pero cuando cayeron en el odio infundado fueron incapaces de difundirla y la esencia de la nación quedó rota.
Desde entonces el mundo siente que el pueblo de Israel no merece su propia tierra. Puede que no lo expresen con palabras, pero sienten que los judíos no tienen derechos en la tierra santa; sienten que no son el pueblo santo. La votación de la semana pasada en la UNESCO no es más que un recordatorio de que esto es lo que el mundo opina.
Pero también es un toque de atención. Debemos retomar nuestra vocación. No podemos permanecer divididos y esperar que el mundo nos aprecie por nuestros logros científicos. La humanidad no escucha ni escuchará nuestras palabras llenas de razón porque su ira no proviene de la razón. Ellos no piensan: ellos sienten que estamos causando daño. Y el daño que estamos causando es nuestra propia desunión.
Cuanto más se hunda el mundo en el caos de las luchas y los conflictos, más nos van a culpar por ello. Antes de que el mundo decida oficialmente que la creación del estado de Israel fue un error –y que la existencia del pueblo judío en general no es buena idea– tenemos que volver a la esencia de nuestra nación: a la unidad y la fraternidad por encima de las diferencias.
Las diferencias entre nosotros van a continuar. Son inevitables y a menudo no tienen solución. Sin embargo, la finalidad no es que sean resueltas: la finalidad es que sean cubiertas con el amor. Cuando cubrimos nuestras diferencias con amor, estas pasan de ser odio a convertirse en algo que nos une. Las disputas que se cubren con amor fortalecen nuestra unidad en lugar de debilitarla, y este es el ejemplo que debemos proporcionar. En un mundo con personas y naciones tan distanciadas, enfrentadas, todos esperan un remedio: aprender a cubrir esa hostilidad con amor.
Podemos facilitarlo, así lo esperan de nosotros. No nos demoremos más.