“Ay Moisés, vivamos en paz, intentemos encontrar la forma de frenar el odio”, cantaba Elton John en 1970 en su éxito “Border Song”, y cuyo lanzamiento casualmente coincidió con la época de Pascua. Todos éramos mucho más jóvenes: nuestro cabello no había blanqueado, nuestra cintura lucía otro contorno y vivíamos en una feliz ignorancia sobre lo que nos depararía el futuro. Cuarenta y cinco años después del lanzamiento de esa canción, esta Pascua que tenemos ante nosotros nos pide un serio ejercicio de introspección acerca de lo que hoy significan para nosotros Moisés y el Faraón.
En Pascua, y para que nada caiga en el olvido, existe la tradición de que cada padre narre a su hijo la historia de Moisés, el Faraón y el éxodo de Egipto. Pero ¿realmente es tan importante que recordemos lo que ocurrió allí? ¿Por qué no se nos pide que recordemos cada año la historia del arca de Noé, la de Adán y Eva o la del sacrificio de Isaac?
Podemos considerar las historias de la Torá como si fueran eventos históricos, pero podemos también prestarles atención a un nivel más profundo. Aunque no sea Rosh Hashaná (principio del año), Nisán es el rosh hodashim (primer mes/el mes de cabecera). En hebreo, la palabra Jodesh (mes) proviene de la palabra hebrea Jidush (renovación). El nuevo mes representa el comienzo de una nueva etapa. Al igual que en Purim, justo en el punto culminante de mitad del mes, tiene lugar una drástica transformación.
El éxodo de Egipto simboliza la huida en nuestro interior del odio hacia los demás; algo que también se conoce como la “inclinación al mal”. Desde ahí llegamos (gradualmente) al estado de “ama a tu prójimo como a ti mismo”. El hecho de que la Pascua se celebre en el primer mes significa que todo comienza con el proceso de huir del ego. La culminación de ese proceso tiene lugar en el último mes, Adar, cuando celebramos la última subida –y también la más pronunciada– por encima del ego, tal como se describe en la historia de Purim (ver mis publicaciones anteriores sobre el tema). Después de Adar, viene Nisan y comienza un nuevo año. Y por eso decimos Shanah (año), de la palabra hebrea Shoneh (repetir).
Maimónides, el gran erudito del siglo XII, en una carta a su hijo escribió: “Debes saber, hijo mío, que el Faraón, rey de Egipto, no es sino la inclinación al mal”; es decir, el egoísmo desmesurado que solo busca el beneficio propio, sin ninguna consideración hacia los demás. Es en Pascua cuando comienza nuestro proceso de ascenso por encima del ego: cuando pasamos del estado egotista al estado altruista. Atravesar el Yam Suf (Mar Rojo) representa la transición, ya que la palabra Suf en realidad significa Sof (final): el final del ego y el comienzo del desierto sobre el que caminaremos hasta llegar a los pies del monte Sinaí, nuestro primer compromiso con la unidad. Allí se establece una nación que tiene como base el amor a los demás.
Como todas las festividades judías, la Pascua está llena de simbolismos. En la historia, los vasos de plata y oro que las mujeres hebreas toman prestados de sus amas egipcias representan deseos no corregidos; deseos que siguen siendo egoístas pero que Israel tomará consigo y que serán transformados en deseos para dar placer y contento, no para recibirlo.
Ahora bien, solo podemos dar comienzo a todas estas correcciones una vez que estemos constituidos como nación, en el momento en que nos comprometamos a ser “como un solo hombre con un solo corazón”, como sucedió a los pies del Monte Sinaí. El término Sinaí proviene de la palabra Sinaah (odio), y el ascenso de Moisés por la montaña representa la subida por encima del odio hacia los demás.
Hoy, cada uno de nosotros deberíamos parecernos un poco más a Moisés y un poco menos a Faraón. Los judíos de todo el mundo –especialmente ahora, después de las recientes elecciones– se encuentran divididos, dentro de las comunidades y dentro de las propias familias también. Este puede ser el momento de hacer las paces y de unirnos por encima de las diferencias entre nosotros. No hay mejor tiempo para ello que Pascua: la fiesta más significativa del año para las familias judías. No es tiempo de reproches mutuos o de demostrar a los demás cuán equivocados están: eso nunca generará unidad. Podemos ganar los debates con todos aquellos contrarios a nuestra opinión, pero habremos perdido su corazón. Unos y otros, tratamos de acallar las voces del contrario; en vez de eso, deberíamos preocuparnos por la división existente entre nosotros y, cual montaña, escalarla todos juntos y en su cima poder llevar a cabo nuestra unión.
Para generar la electricidad que hace posible la vida moderna son necesarias dos cargas: la positiva y la negativa. Del mismo modo, y para que la vida moderna sea posible, las contradicciones entre nosotros son necesarias. Ningún avance sería posible si no fuera por los debates. Pero hoy por hoy nuestros egos son tan sensibles que, cuando alguien desafía nuestros postulados, inmediatamente lo interpretamos como una ofensa personal. La única solución para ello es acercarnos unos a otros con una deliberada voluntad de unión a la vez que aceptamos que, ocurra lo que ocurra entre nosotros, siempre podemos utilizarlo para incrementar nuestra unidad.
Nuestro mundo, la naturaleza –la totalidad de la realidad en que vivimos– no lo conforman entidades separadas. La existencia es una red de fuerzas y elementos que conviven en un sistema interdependiente, interconectado. En el momento en que tengamos esa voluntad de unirnos, descubriremos que también nosotros podemos sacar partido de este sistema: descubriremos que no somos cargas positivas o negativas, sino una única señal eléctrica que proporciona energía vital y calidez a todo lo que le rodea.
En esta Pascua, como decía la canción de Sir Elton John, “intentemos encontrar la forma de frenar el odio”. Hagamos el tránsito y pasemos de una perspectiva limitada a otra más inclusiva: a una perspectiva que albergue a todos y en la que todos tengan cabida. Con ello, podremos escapar del Egipto que hay dentro de nosotros –la tierra del ego– y comenzar a dar pasos hacia el Monte Sinaí en nuestro corazón. Y allí convertirnos de nuevo en nación.