El proceso de formación del pueblo de Israel describe la batalla entre el odio mutuo y la necesidad de conectarnos para nuestra supervivencia.
En general, las naciones se desarrollan con base en familias y clanes que se expanden en un hábitat o lugar de origen común. La nación de Israel no se parece a ninguna. Es una nación que se formó en los días de Abraham, Isaac y Jacob, cuando fueron de la media luna fértil a la tierra de Canaán, luego a Egipto y de regreso a Canaán. Se convirtieron en el pueblo de Israel, cuando, al pie del Monte Sinaí, acordaron unirse «como un hombre con un corazón».
Los tres patriarcas de la nación judía difundieron las ideas de amistad y unidad, hermandad y amor. Descubrieron que la forma de construir una sociedad con cohesión, es elevándose por encima del ego -que busca el beneficio a expensas de los demás-, en lugar de suprimirlo. Para ellos, el ego no era un enemigo que debía ser silenciado. Por el contrario, mientras más crecía, como se reflejaba en sus frecuentes disputas, más se elevaban por encima de él y alcanzaban niveles más altos de unidad.
En esa época, los que se unieron a la nación de Israel, lo hicieron porque creían en la idea compartida, no porque tuvieran afinidad biológica ni territorial. Como resultado, desde su inicio, la nación israelí fue formada con una diversidad incomparable de etnias y orígenes, unidos por la noción de unidad por encima de las diferencias.
Lograr ese estado no fue un proceso fácil. El libro Pirkey del rabino Eliezer, describe que Abraham vio a los constructores de la Torre de Babel, como símbolo de su creciente egoísmo y vio que peleaban constantemente. De la unidad y el cuidado mutuo, cuando eran “de una sola lengua y de las mismas palabras” (Génesis 11:1), cayeron en la vanidad y el distanciamiento. Decían: “Vengan, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue al cielo y hagámonos un nombre” (Génesis 11:4).[1]
Se sumergieron en el amor propio y se olvidaron por completo de la gente que una vez estuvo relacionada con ellos. Pirkey detalla su distanciamiento: «Nimrod le dijo a su pueblo: ‘Construyamos una gran ciudad y habitemos en ella, para que no nos dispersemos por la tierra como los primeros y dentro de ella, construyamos una gran torre, que se eleve hasta el cielo… y hagámonos un gran nombre en la tierra…’ La construyeron alta… los que subían los ladrillos lo hacían por el lado oriental, los que bajaban, descendían por el lado occidental. Si una persona caía y moría, no les importaba. Pero si caía un ladrillo, se sentaban y lloraban y decían: ‘¿Cuándo subirá otro en su lugar?‘»[2]
Abraham se dio cuenta de que se estaban volviendo cada vez más hostiles entre sí y trató de persuadirlos para que dejaran de pelear y cooperaran, pero lo ignoraron. Al final, lucharon hasta la muerte y la torre nunca se terminó. “Querían hablar el idioma del otro… pero no lo conocían. ¿Qué hicieron? Cada uno tomó su espada y lucharon hasta la muerte. De hecho, la mitad del mundo murió allí, a espada”, como describe el libro.[3]
Cuando se dispersaron, su separación y discordia social, que causó su caída, representada por la caída de la torre, se volvió discreta y disimulada. La gente se estableció en nuevos lugares, llevaron consigo la cultura y actitudes babilónicas, sin darse cuenta de que llevaban sus hábitos de discordia, la semilla de futuras luchas.
Cuando Abraham reflexionó en el odio, escribe Maimónides en Yad HaChazakah (La mano poderosa, 1:3), entendió que en la naturaleza hay equilibrio perfecto entre luz y oscuridad, expansión y contracción, construcción y destrucción. Todo en la naturaleza tiene una contraparte que lo equilibra. También se dio cuenta de que, a diferencia del resto de la naturaleza, la naturaleza humana está completamente desequilibrada: entre la gente reinan el interés propio, el ego y la maldad. El odio que Abraham descubrió entre sus compatriotas le ayudó a comprender la verdad sobre la naturaleza humana: “la inclinación del corazón del hombre es mala desde su juventud” (Génesis 8:21).
Abraham dedujo que si la gente no buscaba equilibrio en la naturaleza de la sociedad humana, se destruiría y también a su sociedad. Hizo circular, entre los babilonios, la idea de que cuando estalla el odio, no es necesario combatirlo, sino que, se debe aumentar el esfuerzo para unirse. La idea de Abraham comenzó a ganar seguidores, pero como sabemos por Maimónides, Midrash Rabá y otras fuentes, Nimrod, el rey de Babilonia, no estaba contento con el éxito de Abraham y lo expulsó de Babilonia.[3]
Abraham comenzó su camino hacia Canaán -que luego fue declarada “Tierra de Israel”- y a hablar de su idea a la gente que encontraba en el camino. Su idea era simple: cuando estalla el odio, cúbrelo con amor. Siglos después, el rey Salomón la resumió en el versículo: “El odio despierta contiendas y el amor cubre todas las transgresiones” (Proverbios 10:12).
El pueblo judío siguió desarrollando su método de conexión y adaptándolo a las necesidades cambiantes de cada generación, pero el principio de cubrir el odio con amor, siguió siendo el mismo. Cuando un hombre se acercó al viejo Hillel y le pidió que le enseñara la Torá, simplemente le dijo: “Lo que odias, no se lo hagas a tu prójimo; eso es toda la Torá” (Masechet Shabat, 31a).
Como ya se dijo, cuando los antiguos hebreos se convirtieron en nación, se les exigió cumplir con un requisito único: unirse “como un hombre con un corazón”. [3] Por eso, separarse del judaísmo, en primer lugar, significaba apartarse de la ley de unidad por encima de todo.
Por eso, cuando Rabí Akiva intentó salvar a Jerusalén de una segunda ruina, afirmó: “Ama a tu prójimo como a ti mismo; es la gran regla de la Torá” (Talmud de Jerusalén, Nedarim, 30b.). Aunque Rabí Akiva no logró el objetivo de evitar una nueva catástrofe en Jerusalén –dado el odio infundado entre los judíos–, sus discípulos nos dieron la Mishná y El libro del Zóhar.
No es casualidad que, al hablar de reglas, Rabí Nathan Sternhartz, discípulo principal y escriba de Rabí Najmán de Breslov, escribió: «‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’ es la gran regla de la Torá, incluye unidad y paz, que son el corazón y la vitalidad, la persistencia y la corrección de toda la creación, cuando gente con diferente visión es incluida en amor, unidad y paz.» [4]
Después de algunas generaciones, se formó un conjunto único. Aún no eran una nación, pero estaban unidas de forma tal, que ninguna otra sociedad lo había estado antes. Los unía la idea de que la única manera de superar el ego humano, es profundizar la unidad y el amor mutuo. Los antiguos hebreos no tenían parentesco biológico, pero su solidaridad crecía día a día, gracias a sus esfuerzos por unirse, a pesar de que al inicio eran desconocidos.
Durante este proceso, los discípulos de Abraham -el pueblo de Israel-, tuvieron muchas luchas internas. Aun así, durante 2,000 años, su unidad prevaleció y fue el elemento clave que los mantuvo unidos. Sus conflictos sólo sirvieron para intensificar el amor entre ellos.
[1] Pirkey de Rabbi Eliezer [Capítulos de Rabbi Eliezer], cap. 24.
[2] Ibid.
[3] Rabino Shlomo Ben Yitzhak (Rashi), Interpretación de Rashi de la Torá, “Sobre el Éxodo”, 19:2.
[4] Sternhartz, Likutey Halachot, «Reglas de Tefilat Arvit [Oración de la tarde]», Regla 4.
Basado en el libro Jewish Self-Hatred: The Enemy Within An Overview of Jewish Antisemitism (Auto odio judío: el enemigo interno – Panorámica del antisemitismo judío) del doctor Michael Laitman.
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