Hace algunas semanas, el presidente israelí, Isaac Herzog, pronunció un sentido discurso, en el que hizo un llamado a ambos lados de la brecha política que rodea la reforma judicial propuesta, para bajar las llamas y construir puentes sobre las disputas. “Vivimos días fatídicos para nuestra nación y nuestro país”, dijo Herzog. “Hace mucho tiempo que no hay debate político, estamos al borde del colapso constitucional y social… estamos al borde de un choque violento, un polvorín… en el umbral del hombre contra su hermano”, afirmó y agregó que ambas partes, deben entender que, si sólo una gana … Israel pierde.
¿Realmente somos hermanos? Ciertamente no nos sentimos hermanos, al menos así parece en las protestas y en los enfrentamientos con las autoridades y los llamados de los líderes políticos a derramar sangre. Pero, a pesar de todo, ¿somos hermanos?
La verdad es que no lo somos. En sus orígenes, el pueblo de Israel venía de diferentes lugares, diferentes tribus, diferentes culturas y religiones. Nuestros ancestros formaron una nación, pero no venían de la misma familia y no había conexión que los mantuviera unido en momentos de desacuerdo.
Por eso, cada vez que surge una disputa en el pueblo de Israel, nos lleva a enfrentamientos feroces, odio intenso y un profundo sentimiento de alienación. La única forma de resolver esta brecha es reconocer nuestro origen, nuestra misión consecuente y comprometernos a cumplirla. Sin eso, no tendremos equilibrio mental ni paz. Ya podemos escuchar voces entre los líderes israelíes que piden derramar sangre “para salvar la democracia de Israel”. Si no entendemos el propósito de nuestra nación, caeremos una vez más, como siempre en el pasado, en una división que nos traerá muerte y destrucción.
Actualmente, aún nos sentimos como nación, aunque profundamente dividida. Pero, ese sentimiento se está disipando muy rápido, frente a los insultos y gritos que obstaculizan cualquier intento de unidad y exigen rendición total a los dictados de los que se sienten con derecho. Esta gente no siente que seamos una nación, incluso si oficialmente lo somos.
Por eso, para evitar un nuevo capítulo, el más funesto en los anales de nuestra nación, la única opción es cumplir con nuestra misión, como tarea nacional. Sólo si volvemos a nuestras raíces, a nuestro legado al mundo -ser un hombre con un corazón y amar a otros como a ti mismo, para dar ejemplo a la humanidad-, podremos superar las fisuras que nos desgarran y nos mantienen separados.
Nuestra división no tiene nada que ver con esta o aquella reforma; es reflejo del odio arraigado que nos ha perseguido desde el inicio de nuestro pueblo. El odio que hoy vemos en las calles de Israel, es el mismo que dividió y debilitó el liderazgo del primer reino de Israel y el mismo que desató un baño de sangre entre los judíos en la ciudad sitiada de Jerusalén y que condujo a la caída del Segundo Templo. Nuestro odio mutuo sólo nos trae adversidad
Ningún general o líder extranjero ha podido derrotar a Israel, a menos que Israel se derrote primero y allane el camino para que venga un conquistador y sepulte las reliquias. Ningún líder se volvió contra Israel, a menos que viera que Israel estaba debilitado por su propia discordia. Hoy, estamos allanando el camino para que venga otro villano y explote nuestra desunión. Pero entonces, igual que ahora, el nuevo capítulo de las crónicas de derrota de Israel no será por el poderío de nuestro enemigo, sino por la debilidad de nuestra unión.
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