No llevamos ni dos años de Covid, pero ya está claro que el virus está revolucionando la civilización. Las cosas que dábamos por hecho hasta hace poco, como el trabajo, la escuela y el entretenimiento, se han vuelto discutibles en muchos niveles. El virus no sólo afecta nuestra salud y nuestra vida; está cambiando la forma en la que nos vemos a nosotros mismos, como seres humanos y como miembros de la sociedad.
Antes de que llegara el virus, estigmatizábamos a la gente, en gran parte, por su carrera, trabajo o estilo de vida. Tener una profesión solía ser símbolo de éxito. La palabra tenía un tono romántico y las imágenes de viajes frecuentes de “trabajo”, tarjetas de crédito de la empresa, apartamento en un rascacielos con un guardia en el vestíbulo, era un estatus social que los demás envidiaban.
De alguna manera, la Covid atenuó el glamour. No es que la gente rechace por completo la idea de una profesión, pero ya no es tan envidiable como fue hace dos años y su atractivo sigue menguando.
Aún deseamos dinero y siempre lo haremos, pero estamos dispuestos a esforzarnos mucho menos por obtenerlo en cantidades. No estamos dispuestos a sacrificar gran parte de nuestra vida social, nuestros otros intereses, nuestra tranquilidad y nuestro tiempo familiar por un estatus social. En parte, se debe a que ya no resulta tan atractivo y en parte, a que otros ya no encuentran envidiables los “títulos” de nuestra carrera. Ven nuestras largas horas en la oficina, nuestros vuelos frecuentes y nos compadecen por tener que trabajar tan duro, en lugar de disfrutar de la vida.
Pero la pandemia va más allá de cambiar nuestra percepción del trabajo. Poco a poco ha vuelto a despertar en nosotros las “grandes” preguntas, aquellas que durante años hemos reprimido bajo la presión de la supervivencia en un mundo híper capitalista: las preguntas sobre el significado de la vida.
Así como el clima cálido derrite el permafrost y deja escapar gases que cambian la composición de la atmósfera, el virus está disolviendo el hielo en nuestro corazón y lo abre a sentimientos congelados hace mucho tiempo, que cambian la atmósfera en nuestra sociedad. Estamos aprendiendo a pensar de forma más social y menos individual.
El miedo a la infección nos ayuda a reconocer que dependemos de los demás para nuestra salud. Ahora, con la crisis en las cadenas de suministro debido al coronavirus, nos damos cuenta de que dependemos unos de otros para nuestra alimentación, por el precio que pagamos por las cosas, por nuestra capacidad para comprar regalos en días festivos, por nuestro entretenimiento, por nuestra vida social y por nuestras escuelas y educación.
Puede ser que no nos demos cuenta, pero el virus nos enseña a reevaluar nuestros valores: a quién consideramos grande y admirable y a quién despreciamos. Nos enseña a juzgar a la gente, no por lo que gana, sino por su contribución a la sociedad. Empezamos aplaudiendo a médicos y trabajadores de la salud, luego pasamos a reconocer que los trabajadores de los supermercados son indispensables y ahora nos damos cuenta de que la gente invisible es la que nos permite vivir y preocuparnos por nosotros mismos.
Gracias al virus, finalmente estamos aprendiendo que cada uno es único, porque cada uno puede hacer una contribución especial a la sociedad, que nadie más puede hacer. En nuestra singularidad, todos somos iguales.
Cuando se complete el proceso de acoger la singularidad de cada uno, descubriremos que ya no hay odio en nuestro corazón. Nos daremos cuenta de lo valioso que es cada uno y estaremos agradecidos por la existencia de cada ser humano en este planeta. Cuando esto suceda, estaremos agradecidos con la Covid, destructor de profesiones y generador de unidad y paz.
Gran verdad!!! Muchas gracias 🌹 Dios los bendiga grandemente 🙏🌹🙏