Una vez, un grupo de discípulos preguntó a su sabio: «¿Qué pasa después de la muerte?» El sabio respondió con silencio. Los discípulos insistieron: «¿Hay vida después de la muerte o no?» El sabio finalmente respondió: «¿Hay vida antes de la muerte? Ésa es la pregunta».
Es una respuesta habitual que nos insta a contemplar nuestra vida actual, ya sea que sea verdaderamente vida o una forma de muerte en vida.
¿Y qué es vida?
Desde el punto de vista corpóreo, la vida se define por la existencia de materia proteica. Ya sea el dolor de un pellizco o el placer de saborear una comida deliciosa, estas experiencias son parte integrante de la vida como materia proteica.
Aunque, hay un plano superior más allá de lo corpóreo, donde está la materia no corpórea. Para alcanzar ese nivel se requiere elevarse por encima de la naturaleza egoísta y abrazar el estado altruista opuesto, no corpóreo. Si alcanzamos ese estado, sentiremos la verdadera vida.
Logramos el estado espiritual no corpóreo cuando, a nivel de nuestras intenciones, pasamos de ser receptores, que es nuestra existencia proteica, a dadores. Esa transformación se alinea con la verdadera definición de vida: una centrada en dar a todos y a todo y en última instancia, a la fuerza fuente de la vida: la cualidad de amor y otorgamiento que llamamos “Creador”.
Cuando despierta esa pregunta existencial, sobre lo que sucede más allá de la vida, debemos evitar escapar de ella en la miríada de placeres transitorios que ofrece este mundo corpóreo. Más bien, deberíamos verla como una oportunidad maravillosa que podemos aprovechar y desarrollar hacia una percepción y una sensación de la realidad completamente nuevas. Puede que al principio nos duela, pero si nos afecta, es señal de que también podemos llegar a su núcleo y allí, podremos descubrir un mundo espiritual nuevo, de eternidad y perfección.
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