A juzgar por la ola de antisemitismo en el partido Laborista británico, los posibles reajustes en el apoyo de Alemania a Israel, las probabilidades de que una nueva administración en la Casa Blanca prevista para enero de 2017 sea (aún) menos favorable a Israel que la actual, y el apoyo automático de la ONU a cada iniciativa para condenar a Israel, tendríamos que estar sordos y ciegos –o ser profundamente negacionistas– para no darnos cuenta de que se está fraguando a gran velocidad un escenario catastrófico para Israel y los judíos.
Como he estado señalando durante años, es mucho lo que podemos hacer al respecto, pero por el momento nuestra respuesta es demasiado lenta y va demasiado desencaminada como para revertir la tendencia. Si nuestra estrategia no cambia, entonces, de un modo u otro, el Holocausto sucederá de nuevo en nuestra generación.
Para poder cambiar el rumbo, en primer lugar, tenemos que analizar por qué somos odiados. Los historiadores han atribuido el antisemitismo a un sinnúmero de razones: a matar a Jesucristo, a la usura, a los libelos de sangre, a planear apoderarse del mundo gracias al dinero judío o a ser racialmente inferiores. Ahora que tenemos un estado judío, ha aparecido una nueva forma de odio a los judíos: el antisemitismo político. Dentro de esta última modalidad, Israel es culpado de todo, desde la propagación del SIDA o la sustracción de órganos, hasta apoyar a DAESH.
Bajo la apariencia de oposición a la política del gobierno israelí, políticos, funcionarios gubernamentales y otros dignatarios se permiten dar rienda suelta a sus opiniones más despiadadas. No debemos caer en la trampa: es el mismo odio ancestral a los judíos que durante siglos ha invadido a las naciones.
Y lo que es peor aún: si antes el antisemitismo era un fenómeno local o regional, ahora se ha convertido en una enfermedad global. Reprender a Israel ahora está tan “de moda” que incluso si usted no es un firme seguidor de la organización terrorista palestina Hamas, se sentirá presionado para convertirse en uno de ellos o para, al menos, menospreciar los débiles intentos de Israel al justificar defensa propia.
Nos guste o no, Israel es juzgado con un rasero diferente, con más rigurosidad que el resto del mundo. Cuando uno piensa en las atrocidades que las naciones se infligen unas a otras, que se acuse a Israel de genocidio o de desplegar un régimen de apartheid contra los palestinos suena ridículo. Pero así es como realmente lo siente la gente: no nos juzgan de la misma manera que juzgan a los demás.
Dicho de un modo más sencillo, la humanidad siente que los judíos le debemos algo. La gente puede que sea incapaz de definir ese algo, pero sienten que “hay algo distinto en los judíos”. Y dado que no pueden señalar claramente qué es lo que le debemos al mundo, optan por generalizar y culparnos de todo lo que está mal. Este es el sentimiento inconsciente que llevó al general William “Jerry” Boykin a decir: “Los judíos son la causa de todos los problemas en el mundo”; y lo que espetó Imad Hamato, profesor de estudios coránicos, para formular está declaración tan generalizante: “Incluso cuando hay peleas de peces en el mar, los judíos están detrás de ello”.
Definir el odio, decidir la cura
No siempre existió el antisemitismo. El odio al judío que definimos como antisemitismo comenzó con la destrucción del Templo, que fue causada por que los judíos se enfrentaron a otros judíos y de ese modo cayeron en el odio infundado. Hasta entonces, habíamos luchado solamente por mantenernos como una nación unida aspirando a vivir según las enseñanzas de Rabí Akiva: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” es lo que resume toda nuestra ley. Es decir, tratábamos de poner la unidad y el amor fraternal por encima de todos los demás sentimientos.
La primera vez que asumimos este principio extraordinariamente altruista, también asumimos ser “una luz para las naciones” y extender la fraternidad y la unidad hasta que “Y confluirán ahí todas las naciones” (Isaías 2: 2). Pero cuando caímos en odio infundado, perdimos nuestra capacidad de ser una luz, y las naciones comenzaron a percibir que emitíamos oscuridad. Ahí es donde comienza la persecución a los judíos tal como la conocemos hoy. Y aunque con el tiempo hemos aprendido a sobresalir en todo –ciencia, cultura, finanzas– las naciones aún sienten que estamos propagando negatividad.
Sin la conexión que establecimos a los pies del Monte Sinaí –cuando prometimos ser “como uno solo con un solo corazón”– no podremos ser una luz para las naciones; y por ende, las naciones no entienden nuestro derecho a existir propiamente como nación. A diferencia de cualquier otra nación, la nuestra se formó en torno a una idea: la noción altruista de que la vida debe regirse por la unidad. Nuestros antepasados eran una suma de grupos étnicos que se unieron en torno a la idea de que la unidad tiene fuerza. La conexión que establecieron era un tipo especial de unidad. Y dentro de esa unión, descubrieron una fuerza que les hizo sabios y poderosos. Habían encontrado la fuerza detrás de la realidad, una fuerza creadora que engendra todo lo que existe.
Esta conexión especial debía ser el vehículo para la “luz” que los judíos habrían de entregar al mundo. Pero en el momento en que nos alejamos unos de otros, también nos alejamos de la luz, y fuimos incapaces de llevar a cabo la tarea que teníamos asignada.
Hoy más que nunca, el mundo necesita esta conexión especial. Las naciones se hunden social, económica y moralmente; pero nadie sabe cómo enderezar el rumbo, ya que nadie sabe cómo implantar la unidad en la humanidad. Los aviones de combate de Estados Unidos y Rusia ya están teniendo roces entre sí en el aire, pero si estalla un conflicto militar importante no se culparán uno a otro: echarán la culpa a los judíos. Nos culparán de ello porque obedecen a su instinto, y este les dice que estamos detrás de sus luchas, sus pérdidas y su dolor.
La única manera de restituir esta situación en contra nuestra es invertir la ola de egoísmo que se está apoderando de nuestro planeta. Podemos hacerlo, pero debemos dejar a un lado nuestros egos y unirnos. El “gen” de la unidad está latente dentro de cada uno de nosotros, pero tenemos que desear despertarlo. Del mismo modo que la semilla necesita el agua, es preciso nuestro deseo de unidad para que pueda florecer. No sentiremos su existencia hasta que hagamos el primer intento, pero cuando lo hagamos, volverá a la vida en todo su esplendor.
Somos objeto de odio, pero somos también quienes pueden mitigarlo. El valor lo necesitamos no para hacer frente a los antisemitas, sino para hacer frente al odio que sentimos entre nosotros. Ese es nuestro único enemigo.
Como alguien que perdió a casi toda su familia por el odio a los judíos, yo digo que debemos ser valientes y mirar hacia dentro. El antisemita está dentro de nosotros. Nos odiamos unos a otros, y por lo tanto provocamos que el mundo nos desprecie. Pero cuando nos unamos de esa manera nuestra especial y nos volvamos como “un hombre con un corazón”, llegaremos a ser “una luz para las naciones”. Y el mundo dejará de acusarnos de provocar todas las guerras.
Para más información acerca de por qué la gente odia a los judíos, por favor visite esta página. Explica todo lo que no es posible explicar en un artículo.