Para que cambie el sentimiento de la gente hacia los judíos, debemos analizar con honestidad la recurrente idea de que si algo va mal, es culpa de los judíos.
Guionista, director de cine y productor, Oliver Stone es un icono cultural. Ha ganado varios premios de la Academia y ha contribuido a la realización de películas emblemáticas que han ayudado a dar forma a nuestros puntos de vista sobre la guerra, el amor, la política y otros asuntos de peso docenas. Oliver Stone es también antisemita.
Alan Dershowitz es abogado, ensayista, un notable orador y un icono cultural por derecho propio. Alan Dershowitz es también un firme partidario de Israel. Cuando Dershowitz oyó que Stone había culpado a Israel de interferir en las últimas elecciones de Estados Unidos, retó a Stone a tener un debate acerca de qué había de cierto en sus declaraciones.
El Sr. Dershowitz ha defendido a Israel durante muchos años, y su apoyo es conmovedor y extraordinario. En 2005 llevó a cabo un épico debate en la Universidad de Harvard con Noam Chomsky, judío pero en contra de Israel, y trabaja sin descanso para apoyar a Israel en todos los frentes.
Sin embargo, a juzgar por el aumento exponencial de antisemitismo en los EE.UU. y el mundo entero en los últimos años, estos esfuerzos han tenido un impacto nulo. Ahora bien, por muy razonables que sean los argumentos, nunca lograrán que disminuya el antisemitismo porque el odio no necesita argumentos razonables para justificarse.
El odio a los judíos no tiene sentido
A lo largo de la historia el odio a los judíos ha utilizado diferentes atuendos en diferentes momentos. Los judíos han sido acusados de envenenar pozos, de hornear matzos (pan sin levadura) con sangre de niños cristianos (y ahora de niños musulmanes), de belicismo, de usura, de tráfico de esclavos, de conspirar para dominar el mundo y de propagar enfermedades (desde la Peste Negra al Ébola). También se ha acusado a los judíos de manipular los medios de comunicación para sus intereses, de deslealtad con los países que los acogen, de tráfico de órganos y de la propagación del SIDA.
Es más, los judíos han sido con frecuencia acusados de “crímenes” contradictorios. Los comunistas los acusaron de crear el capitalismo; los capitalistas los acusaron de inventar el comunismo. Los cristianos los acusaron de matar a Jesucristo, mientras que los disidentes de la iglesia acusaron a los judíos de inventar el cristianismo. Los judíos han sido etiquetados como belicosos y cobardes, racistas y cosmopolitas, sumisos e inflexibles, y un sinnúmero de otras contradicciones.
No cabe duda de que el odio a los judíos es irracional y profundo.
Para cambiar lo que la gente siente sobre los judíos y el estado-nación de los judíos, esto es, Israel, hay que apelar a sus sentimientos y a sus corazones, no a sus mentes. Para hacer eso, debemos hacer frente a la antigua idea recurrente a la que hacía referencia Dershowitz y que hemos mencionado anteriormente: si algo sale mal, es por culpa de los judíos.
El odio desde fuera y desde dentro
Por la irracionalidad del odio a los judíos resulta evidente que estos no son una nación como las demás. Desde sus inicios, sus valedores más destacados han sido objeto de agresiones y hostilidad. Abraham estuvo a punto de ser arrojado a un horno después de que su propio padre, Téraj, le llevara ante el rey para ser juzgado. Téraj no se opuso a la sentencia. José fue arrojado a un pozo lleno de serpientes para luego ser vendido como esclavo por sus propios hermanos una vez que desistieron de su plan inicial para asesinarlo. Moisés fue perseguido por su abuelo adoptivo, el faraón, y con frecuencia recibía críticas de su propio pueblo.
Después de Moisés, cuando el pueblo de Israel se estableció como nación, sufrieron conflictos internos que eran igual de perniciosos –o quizá más– que los enemigos que iban llegando desde el exterior. El Primer Templo fue destruido debido a la idolatría, el incesto y el derramamiento de sangre. Ya antes de ser destruido, los reyes hebreos Ajaz y Ezequías habían saqueado el templo y entregados sus tesoros a reyes extranjeros.
En la época del Segundo Templo, los helenistas –judíos que querían implantar en Israel las creencias y la cultura griega– odiaban a sus hermanos con tanta fuerza que, en vez de combatir a los griegos, pelearon contra ellos hasta la muerte.
Al final, el auto-odio ocasionó la destrucción del Segundo Templo y un exilio de dos milenios. Peor aún, Tiberio Julio Alejandro –comandante de los ejércitos romanos que conquistó Jerusalén, destruyó el templo y exilió a su pueblo– era un judío de Alejandría, cuyo padre había donado el oro y la plata de las puertas del templo. De hecho, antes de que Tiberio Alejandro invadiera Jerusalén, había exterminado a su propia comunidad de Alejandría, haciendo que “todo el distrito [se convirtiera] un diluvio de sangre apilando 50.000 cadáveres” según el historiador judeorromano Tito Flavio Josefo.
En mi columna anterior, doy más ejemplos de las innumerables ocasiones en que los judíos fueron contra su propio pueblo. Resulta que somos únicos, no solo en el implacable odio irracional que sufrimos desde fuera, sino también en el profundo odio que sienten y proyectan los judíos hacia sus propios hermanos. Esto plantea la pregunta: ¿Qué es lo que hace que los judíos sean objeto de esta repugnancia generalizada?
¿Quién es judío?
El libro Yaarot Devash (Parte 2, Drush no. 2) dice que la palabra Yehudí (judío) viene de la palabra hebrea Yihudi, que significa “unido”. Cuando Abraham el Patriarca fundó por primera vez su grupo, lo hizo en el contexto de un estallido de egoísmo dentro del Imperio Babilónico, de donde era oriundo. El libro Pirkey de Rabí Eliezer (Capítulo de Rabí Eliezer) describe cómo los constructores de la torre de Babilonia “querían hablar entre ellos, pero no conocían el idioma del otro. ¿Qué hicieron? Cada uno tomó su espada y se enfrentaron entre sí hasta la muerte. De hecho, medio mundo fue masacrado allí, y desde ahí se dispersaron por todo el planeta”.
Para poder ayudar a los babilonios, Abraham desarrolló un método que conectara a la gente. Se dio cuenta de que el egoísmo se intensificaba velozmente, antes de que la gente pudiera contenerlo. Por lo tanto, en lugar de tratar de reprimir el ego, Abraham sugirió centrar la atención en la conexión. De este modo esperaba que sus compatriotas lograran elevarse por encima de su egoísmo y unirse.
Aunque Abraham fue expulsado de Babilonia (después de haber sobrevivido a la sentencia de ser arrojado a un horno), continuó divulgando sus ideas mientras avanzaba hacia la Tierra de Israel. Poco a poco, escribe Maimónides en Mishné Torá (Capítulo 1), Abraham, junto a su esposa Sarah, reunieron a decenas de miles de personas, todas ellas volcadas en la unión por encima del ego.
Esta característica especial de los estudiantes de Abraham –hacer de la unidad y la fraternidad una meta pero también un medio– se convirtió en la esencia del judaísmo. Por esta razón, Hilel el viejo le dijo al hombre que quería convertirse: “Aquello que no te gusta, no lo hagas a tu prójimo; esa es la totalidad de la Torá” (Shabat 31a), y por esta razón Rabí Akiva dijo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo; esta es la gran regla de la Torá” (Talmud de Jerusalén, Nedarim, 30b).
Logramos convertimos en una nación solo cuando nos comprometimos a ser “como un solo hombre con un solo corazón”, e inmediatamente después se nos encomendó ser “una luz para las naciones”: compartir nuestra unidad especial con todos. Al igual que Abraham quiso hacer en Babilonia, cuando trató de extender la unidad en masa, se nos ordenó ser una luz para todas las naciones y difundir la unidad por todo el mundo.
Por lo tanto, nuestra nación incluye dos principios: 1) estar unidos como un solo hombre con un solo corazón; 2) compartir el método para lograr la unidad con toda la humanidad. Si no cumplimos con estas dos reglas, no somos judíos.
Dado que estos dos principios han sido la esencia de nuestro pueblo desde su creación, cualquier acusación de que los judíos están causando un daño al mundo –como el tropo que Dershowitz mencionaba, que si algo va mal, es por culpa de los judíos– es un (generalmente inconsciente) indicativo de que los judíos no son judíos. En otras palabras, no están proyectando la unidad y la fraternidad, sino todo lo contrario.
En algunos casos, la sensación que tienen los antisemitas de que el egoísmo judío es el problema, es tan intensa que incluso la pueden verbalizar. El filósofo y antropólogo alemán Ludwig Feuerbach escribió en La esencia del cristianismo: “Los judíos han mantenido su peculiaridad hasta nuestros días. Su principio, su Dios, es el principio más práctico en el mundo, a saber, el egoísmo”.
Si esto es lo que estamos proyectando, ¿quién puede extrañarse de nos odien? Podemos amnistiarnos de la “sentencia” de ser “una luz para las naciones”, pero las naciones nunca nos han concedido esta amnistía. Sus acusaciones, los altos estándares morales con los que juzgan a Israel y a los judíos, su admiración y su temor hablan por sí solos. No servirá de nada que intentemos ser como ellos; no lo van a aceptar. Siempre se ha esperado, se espera y se esperará que seamos un foco de unidad, “una luz para las naciones”.
Hasta que no nos unamos por encima de nuestro odio, al igual que lo hicieron nuestros antepasados miles de años atrás, seguiremos siendo solamente los parias del mundo.
Ningún argumento convincente, evidencia sólida o prueba concluyente convencerán de que están equivocados a los Oliver Stone del mundo. En sus corazones saben que tienen razón: los judíos tienen la culpa de todos los problemas. Para el Sr. Stone el problema es la elección de Donald Trump como presidente. Pero ya antes de que Trump saliera elegido Stone encontró razones para no querer a los judíos, demostrando una vez más que el odio se aferra a cualquier pretexto para autojustificarse, independientemente de las verdades objetivas.
Por lo tanto, si realmente queremos acabar con el antisemitismo, debemos hacer lo que menos nos apetece: unirnos con nuestros hermanos de tribu –nuestros hermanos judíos– por encima de todos nuestros enfrentamientos, odios y división.