Dr. Michael Laitman Para cambiar el mundo cambia al hombre

Éxodo: el secreto de nuestra nación

Una foto del Monte Sinai Credit: courtesy

Todos los años por Pascua, centramos nuestra atención en la histórica lucha entre Moisés y el Faraón y en la esclavitud de los hebreos. Pero la historia de nuestro pueblo en Egipto es algo más que un recuerdo colectivo: es una reproducción exacta de nuestra situación actual.

El Éxodo es la culminación de un proceso que comenzó cuando un sabio babilonio llamado Abraham descubrió el origen de los problemas de la humanidad y trató de explicarle al mundo acerca de ello. Mishná Torá de Maimónides narra que Abraham era un joven indagador cuyo padre, Tera, poseía una tienda de ídolos en el centro de Ur, una vibrante ciudad en la antigua Babilonia.

La venta de ídolos y amuletos era un buen negocio pero Abraham se sentía apenado. Se dio cuenta de que sus conciudadanos eran cada vez más desdichados. Noche tras noche Abraham reflexionaba sobre el secreto de las aflicciones de los babilonios hasta que descubrió una verdad insondable: los seres humanos están desprovistos de bondad. Según el libro Pirkey de Rabi Eliezer (Capítulo 24), Abraham observó a los constructores de la Torre de Babel y los vio discutir. Trató de persuadirlos para que dejaran de pelear y cooperaran, pero se burlaron de él. Al final, siguieron luchando entre sí hasta la muerte y la torre nunca fue acabada.

Un afligido Abraham empezó a decir a sus conciudadanos que dejaran de lado sus odios y sus egos y se centraran en la conexión y la fraternidad. Les propuso ir por encima de sus odios infames y unirse.

Abraham comenzó a reunir seguidores hasta que Nimrod, el rey de Babilonia, se sintió incómodo con la creciente popularidad de Abraham y decidió expulsarlos –tanto a él como a sus seguidores– de Babilonia. Deambulando hacia lo que llegaría a ser la tierra de Israel, Abraham y su esposa Sara conversaban con todo aquel que quisiera escuchar. Tiempo después, la comitiva de Abraham contaba con decenas de miles de discípulos y seguidores.

Maimónides escribe que Abraham instruyó a su hijo Isaac en la noción de la conexión por encima del odio, que Isaac enseñó a Jacob el mismo principio y que, tras unas cuantas generaciones, se estableció una singular asamblea de personas. No eran todavía una nación, pero tenían una especial forma de unidad. Su “pegamento” era la idea de que el odio solo puede ser derrotado cuando se intensifica la unidad y el amor mutuo. El pueblo de Abraham no tenía una proximidad a nivel biológico, pero su solidaridad cada vez se hacía más fuerte gracias a sus esfuerzos por unirse.

El éxodo de los hebreos de Egipto fue la etapa final en la forja de la nación israelí. Cuando salieron de Egipto, se pararon ante el Monte Sinaí, cuyo nombre proviene de la palabra hebrea Sinaá (odio). Moisés, que los unió en Egipto, escaló la montaña para traer consigo la Torá –el código de unidad– mientras el pueblo de Israel se preparaba para recibirla, comprometiéndose a unirse “como un solo hombre con un solo corazón”. Pasaron la prueba. No solo fueron declarados una nación, sino que además se les encargó ser un modelo de unidad, “una luz para las naciones”.

 

Nuestro mundo es Egipto

La historia de cómo se formó la nación israelita parece narrar la imposible forja de una nación de completos extraños. Sin embargo, lo cierto es que esta historia simboliza la batalla a la que todos nos enfrentamos: entre nuestro odio innato hacia los demás y la necesidad de conexión.

El faraón, la inclinación al mal, ha convertido nuestro mundo del siglo XXI en un Egipto moderno donde reina el egoísmo y el narcisismo es tendencia. Un mundo lleno de polución y conflictos, con una sociedad polarizada, la depresión ampliamente extendida, y modas tan espeluznantes como la retransmisión en directo de suicidios en Facebook son la prueba de que el faraón es el rey de nuestro planeta y nuestro mundo es Egipto.

Del mismo modo que tenemos a nuestro faraón interno, también tenemos a nuestro Moisés interno, pero él no puede tener éxito solo. Si no empleamos todas nuestras fuerzas y deseos en la conexión, nos quedaremos en Egipto como esclavos de nuestros egos, y el mundo irá de mal en peor.

Hoy por hoy, estamos tan divididos que si tuviéramos que volver a comprometernos a ser “como un solo hombre con un solo corazón” y, por lo tanto, convertirnos en una nación, lo rechazaríamos unánimemente. Somos complacientes esclavos de nuestros egos. El libro Yaarot Devash escribe que la palabra “judío” (Yehudí) viene de la palabra “unido” (Yihudí). Si permanecemos separados, no somos judíos; como tampoco lo éramos antes de unirnos y comprometernos a amar al prójimo como a nosotros mismos.

Esta Pascua démosle la estocada final a la separación y el egoísmo: ¡tratemos de conectar unos con otros en nuestros corazones! En estos tiempos difíciles, nuestra unidad es vital. Restablecerá nuestro espíritu de pueblo, nos convertirá en “una luz para las naciones”, en un ejemplo de solidaridad y unión. Y nos liberará del azote del narcisismo y del resto de los males en nuestra sociedad.

Que tengan una Pascua feliz y kosher, queridos hijos de Israel.

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