Esta semana, Estados Unidos celebró sus 240 años de independencia. Muchas cosas han cambiado desde que los trece estados originales acordaron unirse bajo la premisa de que todos los hombres son creados iguales, y tienen un derecho inalienable a “la vida, la libertad y la búsqueda de felicidad”. Ahora, al parecer, los EE.UU. están a punto de enfrentarse a un último golpe letal a estas verdades que, aparentemente, ya no son tan evidentes.
Durante los últimos años, la “ocupación a través de la inmigración” musulmana en Europa atravesó el Atlántico y ha llegado a los EE.UU. Si tiene éxito, transformará el país: de una democracia pasará a una tiranía fundamentalista, cuya ley será la Sharía, y la Primera Enmienda se convertirá en un recuerdo de antaño.
Aunque este escenario negativo y catastrofista no es inevitable, la situación requiere determinación y una concienciación de que, si bien todas las creencias son bienvenidas en Estados Unidos –incluido el Islam– también se deben respetar la libertad de creencias (o la ausencia de las mismas) así como la práctica religiosa de todas las demás personas. Sin esta comprensión esencial entre todas las fuerzas que configuran la sociedad americana, el choque de civilizaciones será inevitable y las consecuencias serán terribles para la sociedad americana y el mundo entero.
Tras la ruina, los beneficios
Estados Unidos resurgió de la desesperación de la gran depresión y las cenizas de la Segunda Guerra Mundial como una superpotencia que dominó la escena política internacional. La obligación de reconstruir su economía, y la necesidad de fabricar armas y producir alimentos para la lucha durante la guerra, convirtieron al país en una fábrica de bienes ejemplares: automóviles, aviones, tanques y aparatos electrodomésticos. Estados Unidos era el progreso; Estados Unidos era el futuro. El arduo trabajo de los años 30 y 40 dio sus frutos y, en la década de 1950, se convirtió en el símbolo del éxito y el poder. El sueño americano parecía estar al alcance de todos los estadounidenses.
El éxito económico y militar podía llevar a una posición dominante en el ámbito internacional. Los valores americanos de la libertad de expresión, el capitalismo y la democracia dominaron el oeste, y Estados Unidos se convirtió en el líder indiscutible del mundo libre.
Dar el éxito por sentado
Sin embargo, suele suceder que cuando hacemos algo y funciona bien damos por sentado que la próxima generación seguirá nuestros pasos. Ahora bien, la potencia de Estados Unidos no proviene de su riqueza o su poder, sino de un trabajo duro, del compromiso de muchas personas para ayudarse a sí mismas y su país, así como de un concepto de valores sociales justos y compartidos. El trabajo duro y una ética responsable no son hereditarios: deben ser infundidos y cultivados. A medida que los estadounidenses se enriquecían, crecieron sus aires de superioridad, se echaron a perder, y poco a poco fueron abandonando los valores que habían hecho fuerte al país. La disciplina en las escuelas se volvió laxa, y el aforismo de John F. Kennedy “No preguntes qué puede hacer el país por ti, pregúntate qué puedes hacer por tu país”, gradualmente se convirtió en algo insustancial. Ahí comenzó el declive de los Estados Unidos.
Un crisol de culturas
Otro aspecto importante del éxito de Estados Unidos es su variedad de culturas, religiones y etnias. Estos elementos tan dispares, cuanto más se esforzaban por integrarse en la sociedad americana, más sólida hacían la sociedad: crearon puestos de trabajo y mercados de expansión para los bienes y servicios americanos.
Pero quizás el ingrediente más importante en el crisol estadounidense es que todos los estratos de la sociedad aspiran a la meta descrita en la Declaración de la Independencia: todos son iguales y tienen un derecho inalienable a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. Cuando Martin Luther King, Jr. luchó a favor de los afroamericanos, no abogó por distanciarlos de los Estados Unidos. Al contrario: luchó por sus derechos inalienables de convertirse en una parte legítima y en igualdad con la sociedad americana. En esa misma época, el musical West Side Story, reflejaba el choque de etnias y elevaba una protesta contra el odio racial. Por aquel entonces, Estados Unidos parecía ser líder en la asimilación cultural y la integración.
Pero todo ha cambiado en los últimos tiempos.
El choque de civilizaciones
Tras décadas cultivando el consumismo extremo y la autocomplacencia, los estadounidenses están demasiado absortos en sí mismos, tienen un excesivo volumen de trabajo y una indiferencia social que les impide darse cuenta de lo que sucede en torno a ellos. Esto ha hecho que el país sea vulnerable a elementos extranjeros que aspiran a alcanzar el poder. Cuando un nuevo tipo de Islam comenzó a fluir hacia América, no hubo nadie que lo detuviera. Este no es el Islam que Estados Unidos conocía: el integrador, el Islam tolerante que Cassius Marcellus Clay Jr. adoptó al convertirse y pasar a ser Muhammad Ali.
Del mismo modo que ocurre actualmente en Europa, el Islam recién importado no ha llegado para formar parte del crisol de culturas de Estados Unidos, ni siquiera para coexistir: ha llegado para conquistar. Las masacres de San Bernardino y Orlando no son incidentes aislados; son el comienzo de una nueva y sangrienta era estadounidense: una era con un choque de civilizaciones en la que los más audaces vencerán.
Esta guerra de culturas acaba de empezar. Si Estados Unidos despierta ahora, aún podrá hacer frente a la invasión. Pero si permanece pasiva y permite que continúe esta sigilosa infiltración, entonces puede fijarse en Europa y ver dónde estará dentro de unos pocos años.
El arma: la educación
Para ganar la batalla de sus valores y tradiciones, Estados Unidos debe regresar a sus principios primigenios. El nacionalismo sano no tiene nada de malo siempre y cuando represente a un país que cree que todos los hombres nacen iguales y que, por lo tanto, tienen derecho a elegir libremente su fe. Tampoco hay nada de malo en asegurar el futuro de estos pilares de la sociedad exigiendo que los recién llegados los defiendan también.
El rey Salomón dijo que “el amor cubre todas las transgresiones” (Proverbios, 10:12). Una educación exitosa en cohesión no solo debe aceptar sino aprovechar las diferencias y utilizarlas para enriquecer y fortalecer la sociedad. En consecuencia, los Estados Unidos no tienen por qué prohibir la entrada de musulmanes ni la de cualquier otro grupo de personas. En su lugar, debe dar a conocer sus valores fundamentales a todos los que aspiran a emigrar antes de su llegada. El aleccionamiento en los valores estadounidenses, que en realidad son los valores occidentales, debe comenzar en el extranjero, en los países de origen de los inmigrantes. Tras evaluar si su deseo de formar parte de la sociedad y la cultura americana es sincero, podrán ser admitidos para una estancia de prueba.
Después de varios años, cuando sea evidente que han adoptado los valores de sus anfitriones, se les puede conceder la ciudadanía plena y ser aceptados como miembros integrales de la sociedad americana. De este modo, podrá mantenerse la integridad social y, al mismo tiempo, la diversidad, que proporciona belleza y vitalidad, se intensificará.
El principio del amor y la cohesión que cubre todas las diferencias debe ser el factor principal a la hora de determinar quién puede entrar en “la tierra de la libertad”. Si Estados Unidos adopta este principio, la diversidad de etnias y religiones enriquecerá a las personas y dará fuerza al país. Si quiere ser grande de nuevo, como ha dicho uno de los candidatos a la presidencia, este es el camino a seguir. De otro modo, dejará de ser Estados Unidos.