Por Michael Laitman
Donde yo vivo (Israel), casi todas las personas que conozco buscan comprender una situación demencial. No es que a la gente le pille por sorpresa el nuevo estallido de violencia en nuestra atormentada franja de tierra. Tampoco la impresionante crueldad que demostraron unos niños de 13-15 años llenos de odio, o sus familiares alabando esas infames acciones.
Sobre todo, la gente en Israel está empezando a darse cuenta de que hemos entrado en un callejón sin salida y que el camino ante nosotros es incierto. Y cuando resulta evidente que no va funcionar la división territorial ni nuestra permanencia a base de un régimen militar, es el momento de empezar a pensar de otro modo.
Pero primero analicemos los intentos anteriores para alcanzar la paz y veamos qué es lo que falló.
Hemos tratado de emplear la fuerza militar para derrotar a los terroristas dentro y fuera de Israel. Esto no ha conseguido poner fin al terrorismo. De hecho, en la actualidad hay más yihadistas dispuestos a dar sus vidas para acabar con las nuestras que en cualquier otro momento de la historia reciente. Lo hemos intentado con maniobras políticas. Lo hemos intentado con acuerdos de paz –unos cuantos ya– y ni uno sigue siendo realmente válido. Una vez que fracasaron los acuerdos, lo intentamos con una retirada unilateral (de Gaza) con terribles consecuencias. Lo hemos tratado incluso con el desarrollo de un Nuevo Oriente Próximo, confiando en la iniciativa empresarial tecnológica y en una extensa mano de obra barata proporcionada por los habitantes de Gaza en busca de sustento. Ninguna de estas ideas ha funcionado. Y hoy por hoy, tampoco nadie espera que funcionen; no al menos a largo plazo.
Lo único que tienen en común todas las soluciones mencionadas es que precisaban –o al menos estaban basadas– en la buena fe de la otra parte. Pero dado que esa buena voluntad brilla por su ausencia, toda tentativa de acuerdo que tratemos de implementar estará abocada al fracaso, antes incluso de ponerla en marcha. Por lo tanto, no debemos mirar qué acuerdos podemos o no podemos alcanzar con nuestros vecinos: ¡sencillamente debemos contemplar qué acuerdos podemos alcanzar con nosotros mismos!
Desde los albores de nuestra tribu hasta nuestros tiempos, la unidad, la solidaridad mutua y la camaradería han sido de suma importancia para nuestro éxito. A lo largo de los siglos, hemos desarrollado destrezas científicas y académicas en mucha mayor medida que todas las demás naciones. Hemos ofrecido al mundo el monoteísmo, el humanismo, el socialismo, así como cuantiosos inventos que han salvado vidas o reveladores descubrimientos. Pero, aunque somos artífices de todo este desarrollo, hemos pasado por alto el principio más necesario en el mundo de hoy; un principio del todo inexistente en nuestro planeta: la unidad.
Cuando digo unidad, no me refiero al hecho de unirse para ir en contra de otro y derrotar al adversario. Este tipo de alianza nos ha dejado hasta ahora dos guerras mundiales y, posiblemente, nos está llevando hacia una tercera. Esa unidad a la que me refiero es simplemente eso: la unidad en pro de la unidad.
O mejor aún: ya que debemos tener una razón para todo lo que hacemos, llamémosla “la unidad en pro de hacernos expertos en ella y compartirla”.
Nuestra tribu está fracturada y dividida hasta tal punto que es irreconocible. Y si no supiéramos que es así, probablemente nunca aceptaríamos que judíos ortodoxos y los liberales del partido laborista, por ejemplo, pertenezcan a una misma fe; o que los colonos judíos y los votantes de Meretz compartan un mismo origen. Incluso las relaciones entre Israel y la diáspora están plagadas de discordia, y el propio Israel es considerado por muchos como un elemento de división entre los judíos de la diáspora.
No obstante, seguimos siendo descendientes de Abraham, Isaac y Jacob, cuyo legado de misericordia queda recogido en las imperecederas palabras de Rabí Akiva: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Aquí es donde radica nuestra fuerza, en la unidad por encima de todas las diferencias.
Pero debo repetir lo que anteriormente dije: esta unidad no debe ser para derrotar a nadie, sino simplemente con el fin de superar nuestros propios egos explosivos y crear un tejido social viable, sostenible, donde los judíos puedan existir unos junto a otros, en paz y armonía entre ellos y con sus vecinos. Posteriormente, nuestro objetivo debe ser el de compartir esa unidad con todos los que estén interesados en adherirse a ella. Esto, por sí solo, puede hacer que desaparezca la existente campaña a nivel mundial para demonizar a Israel.
Nuestro lema debería ser algo así como “Cuando las cosas se ponen difíciles, los buenos se ponen en marcha”. Porque eso es todo lo que tenemos que hacer: ayudarnos fraternalmente unos a otros, sin hacer preguntas. Y, como tantas veces se nos ha dicho, esta unidad hará aflorar las facultades necesarias para que resolvamos todos nuestros problemas sociales, económicos y políticos. Tanto a nivel interno como a nivel internacional.