A pesar de todos nuestros esfuerzos por negar su gravedad, la Covid-19 no es una broma. Es una enfermedad grave y mientras más la ignoramos, más grave se vuelve. Si al principio pensamos que afectaba sólo a mayores y enfermos, ahora sabemos que afecta a todos, a todos los grupos de edad y en todos los niveles de salud. Pero el aspecto más aterrador del coronavirus es su impacto en los niños. Si bien, la mayoría de los niños infectados son asintomáticos, algunos desarrollan una afección muy grave conocida como síndrome inflamatorio multisistémico pediátrico (MIS-C), que afecta su cerebro e incluso puede provocar la muerte. Ignorar los riesgos de la Covid-19 es, en muchos aspectos, como jugar a la ruleta rusa. Las probabilidades de morir en este caso son mucho menores, pero si la pistola apunta a la cabeza de nuestros hijos, ¿estamos dispuestos a correr el riesgo?
Mientras más nos demoramos en lidiar con el virus, más infeccioso y violento se vuelve. ¿Qué pasará si nos detenemos otros seis meses? ¿cuánto peor será su efecto en nosotros y en nuestros hijos? ¿queremos esperar a que suba la tasa de mortalidad? ¿queremos quedarnos sentados hasta que los hospitales no puedan tratar a las personas con otra enfermedad, porque los pacientes de Covid ocupan su cama? Realmente deberíamos pensarlo mejor.
El nuevo coronavirus no está aquí en una visita breve. Lo dije cuando llegó por primera vez y ahora la ciencia comienza a reconocerlo. Hace unos días, John Edmunds, miembro del Grupo Asesor Científico para Emergencias del Reino Unido, dijo a los legisladores que “vamos a tener que vivir con este virus para siempre. Hay muy pocas posibilidades de que sea erradicado». En palabras más simples, la vida que teníamos hasta 2020 nunca regresará; tenemos que construir una nueva y mejor.
El lugar para comenzar a reconstruir nuestra vida es nuestra sociedad. Si examinamos cada una de las crisis que enfrenta la humanidad, encontraremos causas específicas para cada una de ellas. Pero detrás de cada crisis, ya sea cambio climático, incendios forestales, Covid-19, hambre, guerra, contaminación del agua, contaminación del aire, abuso de sustancias, pobreza, obesidad, violencia doméstica, racismo o cualquier otra crisis, todas son causadas por nuestra falta de consideración, por nuestra alienación mutua. Favorecemos a algunos, demonizamos a otros, abusamos, manipulamos y engañamos en nuestro camino hacia la riqueza y el poder. Algunos son más agresivos, otros menos, pero esta es la mentalidad dominante en el mundo. Esta es también la mentalidad que provoca las innumerables crisis que asolan nuestro planeta. Nunca lo superaremos hasta que eliminemos nuestro constante maltrato mutuo.
Sabemos que la responsabilidad mutua es muy importante para todos; instintivamente lo sentimos.
Pero siempre que queremos implementarlo, la «voz de la razón» despierta en nuestra cabeza y dice que no tiene sentido intentar implementarlo, pues muy pocas personas están dispuestas a hacer el esfuerzo, que va en contra de la naturaleza humana, que estamos soñando si pensamos que puede funcionar alguna vez, etc., etc. Pero, ¿es en contra de la naturaleza humana querer sentirse seguro? ¿es en contra de la naturaleza humana querer poder confiar en los demás? ¿es en contra de la naturaleza humana construir redes de responsabilidad mutua para asegurar la salud y el bienestar de todos? Al contrario, nada es más natural que ese comportamiento. Cada asentamiento da a sus residentes exactamente estos beneficios; por eso la gente vive en asentamientos y comunidades y cuando elegimos a nuestros líderes, buscamos a los que mejor pueden satisfacer estas necesidades.
Pero, aunque vivimos en sistemas que aseguran nuestra vida, nos maltratamos unos a otros: maltratamos a los componentes básicos de los sistemas que nos sostienen. No tiene sentido. Es como si las células atacaran el antígeno que vino a ayudarles a combatir el virus y luego se quejan de que están enfermas.
Debemos dejar de ceder ante nuestro ego. Está deformando nuestra percepción y nos hace pensar mal de los otros. Hace que nos odiemos, cuando en realidad todos dependemos unos de otros y no podríamos vivir si no fuera por todos.
Y si no somos lo suficientemente fuertes para luchar contra nuestro ego por nuestro propio bien, al menos hagámoslo por nuestros hijos. No es su culpa que dejemos que el ego corra como loco; no es su culpa que seamos desalmados, despiadados y no podamos ver más allá de nuestras narices. Al menos, renunciemos a nuestro ego por su bien, para que ellos también tengan un buen futuro y no juguemos a la ruleta rusa con la pistola apuntando a la cabeza de nuestros hijos.
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