Siempre se puede saber cuándo un joven se convierte en adulto: es ese cambio de actitud cuando, en lugar de culpar a los demás por sus desgracias, se examina a sí mismo con seriedad, aprende qué hizo mal y trabaja para mejorarlo, para que no vuelva a suceder. Nuestra nación también tiene una actitud y esa actitud determina nuestro destino. Cuando somos maduros y nos examinamos con criterio, lo logramos. Cuando nos inclinamos hacia la narrativa de la víctima, somos victimizados.
Desde el inicio de nuestra nación -cuando salimos de Egipto y fundamos nuestra nacionalidad prometiendo unirnos «como un hombre con un corazón» y ser «luz para las naciones», nos dividimos en dos grupos. Un grupo siguió la idea espiritual de atenerse a la regla: «Ama a tu prójimo como a ti mismo». Ha pasado por altibajos en su nivel de unidad y a menudo cayó en odio profundo, pero siempre salió adelante y se unió por encima de las divisiones. Vio en sus divisiones una llamada a reforzar aún más su unidad. El otro grupo que se formó, se dedicó a observar diversas costumbres y tradiciones. Se conformó con seguir los rituales y no buscó unir a los corazones, porque no lo veía como el núcleo del judaísmo.
La división entre los dos grupos nunca se superó y con el paso de los años, se desarrolló odio y distanciamiento entre ellos.
Estos dos grupos podrían haber convivido pacíficamente, si no fuera por la vocación del pueblo judío. No fuimos creados para seguir rituales ni para observar costumbres y tradiciones; fuimos creados para ser luz para las naciones, para dar ejemplo de unidad «como un hombre con un corazón». Si omitimos el elemento de unidad de nuestro judaísmo, perdemos el significado de nuestro pueblo. Por eso nuestra Torá dice: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Levítico 19:18) y por eso nuestros sabios escribieron explícitamente «Lo que odies, no lo hagas a tu prójimo». Esto es toda la Torá, lo demás son comentarios» (Shabat 31a). Por supuesto, a veces surge odio, pero es precisamente para mostrar cómo elevarse por encima de él y aumentar nuestra unidad. Por eso, el rey Salomón escribió: «El odio suscita disputas y el amor cubre todas las transgresiones» (Proverbios 12:10).
El Libro del Zóhar también explica por qué tenemos disputas y por qué es vital que nos elevemos por encima de ellas y demos ejemplo al mundo. En la porción Aharei Mot, el Zóhar escribe: «’Ve, qué bueno y qué agradable es que los hermanos también se sienten juntos’. Estos son los amigos que se sientan juntos y no se separan uno del otro. Al principio, parecen gente en guerra, deseando matarse entre ellos … luego vuelven a estar en amor fraternal. …Y ustedes, los amigos que están aquí, como antes estaban en afecto y amor, en adelante tampoco se separarán unos de otros … y por su mérito, habrá paz en el mundo».
Durante muchos siglos, nuestros antepasados lucharon por mantener su unidad a pesar del abismo.
Cuando tuvieron éxito, prosperaron. Cuando fracasaron, fueron castigados y desterrados por gobernantes extranjeros como Nabucodonosor, rey de Babilonia, en el Primer Templo y como Tito, comandante en jefe de la legión romana, en el Segundo Templo. Sin embargo, nuestros antepasados no culparon a Nabucodonosor ni a Tito de sus males, aunque ambos cometieron atrocidades contra nuestro pueblo. Nuestros antepasados se culparon a ellos mismos y a su propio pueblo, por su falta de unidad, por calumniarse unos a otros, por derramar sangre y por odiarse. Después de la ruina del Primer Templo, nos reunimos en Babilonia y por la amenaza de destrucción que vino del malvado Amán, poco después, se nos devolvió la tierra de Israel. Después de la ruina del Segundo Templo, nos dispersamos, nos sumergimos en las naciones que nos rodeaban y nos lamentamos de nuestra desgracia. Como resultado, fuimos perseguidos, utilizados, abusados, desterrados y asesinados por dos milenios.
A finales del siglo XIX, empezamos a tomar el asunto en nuestras manos y fundamos el movimiento para crear, una vez más, un Estado judío soberano. Pero no nos dimos cuenta de la importancia para nuestra nación de la unidad por encima de todas las divisiones, abandonamos la narrativa de víctima y empezamos a buscar solución. Después del Holocausto, las naciones decidieron darnos una oportunidad y nos concedieron la soberanía en la tierra de nuestros padres.
Aquí abandonamos la narrativa del victimismo, pero desarrollamos una nueva aún más siniestra: la arrogancia.
Nos creemos poderosos, nos creemos con derecho y nos creemos más listos que los demás. Además, sigue existiendo esa parte de la nación que piensa que, por observar los rituales y las costumbres, tiene derecho a la protección de lo alto. Lo único en lo que nadie piensa es en la unidad. En lugar de dar ejemplo de unidad, nos convertimos en ejemplo de soberbia, derecho y aversión mutua.
Y al igual que antes, al hacerlo, pusimos a un poderoso imperio en nuestra contra. La nueva administración de Estados Unidos es antiisraelí y pretende abolir el Estado judío, borrarlo del mapa. No deberíamos tener ninguna duda. Si queremos frustrar su plan, nuestra única arma es la unidad. De lo contrario, tendrá éxito y no nos quedará más que nuestra narrativa de víctima. Pero, igual que antes, nuestra desgracia no nos llegará por culpa de ningún gobernante externo, sino por la división y el odio mutuo que hemos cultivado en lugar de responsabilidad mutua y amor al prójimo como a nosotros mismos.
No tenemos tiempo que perder. Si no nos elevamos por encima de nuestra arrogancia, si no dejamos de culpar infantilmente a los demás por nuestros males y si no empezamos a tomar cartas en el asunto y a unirnos, muy, muy pronto, no podremos salvar a nuestro país.
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