A plena luz del día o en un segundo plano, los judíos que se odian a sí mismos siempre han sido los peores detractores de los judíos, los enemigos más dañinos y traicioneros.
Una cosa es que los ciudadanos de un país democrático no estén de acuerdo con la política de su presidente. Pero otra cosa es fomentar, financiar y liderar una campaña perpetua para desacreditarlo. Y si eres judío, nadie te perdonará que lo hagas.
Los que pierdan en la batalla entre el Presidente Trump y sus detractores de izquierdas (y algunos de derechas) culparán a los judíos por la derrota y se vengarán de ellos. Con sus propias manos, los judíos progresistas americanos están preparando el terreno para la desaparición del judaísmo en los Estados Unidos. Y cuando digo desaparición me refiero a su exterminio físico.
Lecciones de la historia
Desde el comienzo de nuestra nación, nuestros peores enemigos han provenido de nuestras propias filas. Cuando no teníamos enemigos externos, nuestros propios correligionarios los convocaban, a menudo poniendo palabras en sus bocas y avivando el odio.
Cuando Abraham comenzó a divulgar las nociones que más tarde se convertirían en el corazón y la esencia del judaísmo, su propio padre, Téraj, lo llevó hasta Nimrod, el rey de Babilonia, para ser juzgado. Téraj vio como Abraham fue condenado a morir en la hoguera y no puso ninguna objeción a la sentencia.
José, destinado a la grandeza gracias a la unión de sus hermanos en torno a él (el nombre Yosef [José] viene de la palabra hebrea osef [reunir/congregar]), casi fue asesinado por su propia familia y finalmente lo vendieron como esclavo. En el exilio, consiguió prosperidad para los judíos manteniéndolos juntos. “Cuando murió José,” escribe El Midrash (Shemot Rabá), los judíos dijeron: “Seamos como los egipcios”, es decir, querían asimilarse y dispersarse. “Debido a que así lo hicieron”, continúa El Midrash, “el Señor tornó en odio el amor que los egipcios sentían hacia ellos, como está escrito (Sal 105), ‘Cambió el corazón de ellos para que aborreciesen a su pueblo,
Para que contra sus siervos pensasen mal’”.
Moisés, que unió de nuevo a los judíos y facilitó su exilio de la esclavitud, recibió muchas críticas de su propio pueblo, tanto antes como después del éxodo. Sus peores críticos antes del Éxodo eran sus propios hermanos. Midrash Tanhuma pregunta en la parte Beshalaj (capítulo 8): ¿dónde encontró el faraón “600 selectos carros” para perseguir a Moisés y que no salieran de Egipto? El Midrash responde que provenían de los judíos, aquellos que temen al Señor pero sirven al faraón. “Así, aprendemos”, concluye El Midrash, “que aquellos que temían al Señor [pero servían al faraón] fueron un inconveniente para Israel”.
El Primer Templo tampoco fue una excepción. Rav Yehuda Ashlag, autor del comentario Sulam (escalera) sobre El libro del Zóhar, escribió en su ensayo “Exilio y Redención” que debido a que los judíos se apartaron de la unidad y en su lugar “desearon incluir su estricto egoísmo”, el Primer Templo fue destruido.
En el exilio de Babilonia, cuando Amán quiso “destruir, matar y aniquilar a todos los judíos” (Ester 3:13), solo la unidad los salvó. El libro Likutey Halajot (compendio de reglas) escribe en el capítulo “Reglamento del Tzitzit”: “Por esta razón Esther dijo específicamente: ‘Ve y reúne a todos los judíos’ (Est, 4). Después, también menciona la congregación y la unión, como está escrito (Est 8), ‘congregarse y defender sus vidas’. (…) Es así porque el milagro de Purim, que es la derrota de Amán, es principalmente por la congregación y la unión. Esto es lo que invirtió sus malos pensamientos. (…) Por lo tanto, cuando Amán quería vencer a Israel, dijo (Est 4), ‘Hay cierta nación, dispersa y separada entre las naciones’. Precisamente cuando Israel se dispersa, se separa y no puede reunirse, mediante ello quiso prevalecer sobre Israel, ya que la caída de Amán es porque de los judíos volvieron a unirse. Y por eso dijo Ester: ‘Ve y reúne a todos los judíos’, concretamente ‘reúne’.
Tras su regreso a la Tierra de Israel, los judíos volvieron a enfrentarse al odio que provenía del interior, de los judíos. Los helenistas eran judíos que odiaban a sus hermanos con tanta ferocidad que, en lugar de luchar contra los griegos, combatieron a los judíos hasta la muerte.
El auto-odio durante la época del Segundo Templo trajo como consecuencia su destrucción y un exilio que duró dos milenios. Peor aún, Tiberio Julio Alejandro, comandante de los ejércitos romanos que conquistaron Jerusalén, aquel que destruyó el Templo y exilió al pueblo de Israel, era un judío alejandrino cuyo padre había donado el oro y la plata para las puertas del templo. De hecho, según el historiador judeorromano Tito Flavio Josefo, antes de que Tiberio Alejandro invadiera Jerusalén, él mismo había exterminado a la comunidad de Alejandría, su ciudad natal, causando “que todo el distrito [quedara] inundado de sangre al amontonar 50.000 cadáveres”.
Desde la destrucción del Templo y el comienzo del exilio, innumerables judíos se han vuelto en contra su pueblo, infligiendo a menudo un enorme daño a sus correligionarios. En muchos casos, los judíos convertidos en los antisemitas eran la única fuente de información que alimentó el odio a los judíos. En el libro Antisemitismo, su historia y sus causas, el periodista francés Bernard Lazare describe el odio sanguinario de los conversos (judíos españoles que se convirtieron al cristianismo antes de la expulsión 1492) hacia sus hermanos. “El Talmud era el gran antagonista de los conversos. Lo denunciaban constantemente ante los inquisidores, el rey, el emperador, el papa. Los teólogos católicos siguieron el ejemplo de los conversos; con frecuencia no tenían sobre El Talmud otras nociones salvo las que les daban los conversos”.
En el siglo XV, los judíos conversos Peter Schwartz y Hans Bayol incitaron a los residentes de Ratisbona, Alemania, para saquearan el gueto judío. Casi al mismo tiempo en España, Pedro (Samuel) de la Caballería escribió Ira de Cristo contra los judíos, Johannes Pfefferkorn escribió Enemigo de los judíos, y Jerome de Santa Fe (Yehosua ben Yosef) escribió Hebreomastyx (traducción aproximada: Los reptiles judíos).
Algunos años antes, el arzobispo español Pablo de Santa María, consejero del Reino de Castilla, conocido antes de su conversión como Rabí Salomón Leví de Burgos, demonizó a los judíos ante el rey Enrique III de Castilla. A raíz de su instigación, se allanaron y saquearon las sinagogas con un odio atroz.
Pero por encima de todos los antisemitas que se convirtieron hacia el final de la Edad Media, destaca el Gran Inquisidor General de España: Tomás de Torquemada. En su libro Los judíos en el mundo medieval: un libro de consulta, 315-1791, el historiador Jacob Rader Marcus describe un acontecimiento extraordinario que casi cambia el curso de la historia a favor de los judíos si no hubiera sido por Torquemada. Según Marcus, “el acuerdo que permitía a los judíos permanecer en España previo pago de una gran suma de dinero estaba casi cerrado cuando se vio frustrado por la interferencia del Prior de Santa Cruz [Torquemada]. La historia relata que Torquemada bramó, con un crucifijo en alto, al rey ya la reina: ‘Judas Iscariote vendió a su amo por treinta monedas de plata. Sus Majestades lo van a vender de nuevo por treinta mil. Aquí está, tómenlo y malvéndanlo’. Entonces, la Reina de Castilla dio una respuesta a los representantes de los judíos que era semejante a la palabras del rey Salomón [Proverbios 21: 1]: “El corazón del rey está en manos de Dios, como canales de agua: Él lo dirige donde Le place’. Ella añadió: “¿Cree que esto proviene de nosotros? Fue el Señor quien lo puso en el corazón del rey”.
Lo hicieran a plena luz del día o en un segundo plano, los judíos que se odian a sí mismos siempre han sido los peores detractores de los judíos, los enemigos más dañinos y traicioneros.
Antes de la Segunda Guerra Mundial, muchos líderes y eruditos judíos tenían una opinión favorable del nazismo. Donald L. Niewyk escribe en Los judíos en Alemania de Weimar: “El banquero judío Max Warburg pudo ver en el nazismo ‘una reacción necesaria’ contra los enemigos extranjeros de Alemania y se regocijaba de ‘que la nación alemana, después de años de sufrimiento, haya reunido tanta fuerza en este movimiento [el nazismo]’”. Según Niewyk, “la gran mayoría de los judíos estaban apasionadamente comprometidos con el bienestar de su única patria, Alemania”.
Y lo que es peor: las organizaciones judías apoyaron y promovieron activamente el ascenso al poder de Hitler y el Partido Nazi. La Asociación de Judíos Nacionales Alemanes pidió la eliminación de la identidad étnica judía y apoyó a Hitler. Del mismo modo, la Vanguardia Alemana, a menudo denominada los “judíos nazis”, era otro grupo de germano-judíos seguidores de Hitler.
Incluso durante la guerra, mientras sus hermanos eran exterminados como piojos en los campos de la muerte del Holocausto, algunos judíos estaban ocupados ayudando a Hitler. El barón von Rolland no nació con ese nombre. Nació como Isaac Ezratty y se convirtió en un espía al servicio del Tercer Reich. Asimismo, Werner Goldberg, que era medio judío, fue soldado en el ejército alemán y posteriormente asistió a la Escuela de Estudios Laborales de la Junta del Reich, en donde fue docente. Su imagen apareció en el Berliner Tageblatt como “el soldado alemán ideal”.
Persiste el auto-odio judío
Nada ha cambiado desde el primer encuentro de Abraham con la hoguera. Hoy en día, los judíos siguen siendo sus peores enemigos. El movimiento de Boicot, Desinversión y Sanciones (BDS) está repleto de judíos e israelíes que odian a Israel más que nada en este mundo. Los políticos y los asesores políticos judíos están alimentando el odio en los medios de comunicación y en el mundo entero, tal como hicieron sus predecesores a lo largo de nuestra historia.
Actualmente existe una forma todavía más perniciosa de auto-odio judío: el antisionismo. Progresistas como Bernie Sanders se presentan como humanistas cuando critican a Israel por su actitud hacia los palestinos. Pero ¿cuándo se les ha escuchado atacar a Siria por gasear mortalmente a su propio pueblo, o a países como Arabia Saudí o Paquistán, que condenan a muerte por mensajes de Facebook que consideran ofensivos? ¿Atacará Sanders a Hamás cuando lancen cohetes contra Israel desde los túneles que construyen bajo las escuelas de sus propios hijos, o va a condenar a Israel por defenderse del ataque?
Podemos denunciar el vil fanatismo contra Israel que Sidney Blumenthal susurró implacablemente a los oídos de Hillary Clinton, pero la campaña de los judíos progresistas contra el Presidente Trump supone un peligro aún más grave. Durante la campaña electoral, estos progresistas retrataron a Trump como un antisemita. Cuando se dieron cuenta que no era antisemita, argumentaron que su retórica está promoviendo el antisemitismo. Y ahora que Donald Trump es el presidente, están haciendo todo lo posible para acusarlo.
La actitud de los judíos progresistas contra el Presidente Trump va de la mano con su resistencia al Estado de Israel, así lo refleja su apoyo a Bernie Sanders, Keith Ellison y Barack Obama.
En la generación de los más mayores, hay muchos judíos americanos que todavía apoyan el estado de Israel. Pero entre los judíos millenials, el sentimiento es muy claro. La mayoría de ellos no quiere tener nada que ver con el judaísmo y se opone activamente a todo lo relacionado con el apoyo a Israel. Participan activamente y dirigen organizaciones como el BDS, Judíos por la Justicia para los Palestinos, Voz Judía para la Paz, y otras entidades en contra de Israel. Todos ellos cumplen con los tres criterios que definen el antisemitismo: el doble rasero de medir, la demonización y la deslegitimación. En otras palabras, estos judíos son antisemitas.
Los judíos estadounidenses que se presentan como progresistas se quedan callados cuando se asesina a personas del colectivo LGBT en países musulmanes. Pero cuando un soldado israelí mata a un terrorista, ponen el grito en el cielo, como fuese el crimen más vergonzoso. Que los judíos estadounidenses consideren la sangre de los judíos israelíes como algo trivial, no es buena señal.
Cambiar la tendencia
He explicado en innumerables ocasiones que la esencia del judaísmo es la conexión entre las personas. El viejo Hillel definió de forma muy concisa la esencia del judaísmo: “Aquello que no te gusta que te hagan, no se lo hagas a tu prójimo; esta es la totalidad de la Torá” (Talmud de Babilonia, Maséjet Shabat, 31a). Rabí Akiva apuntó aún más alto al explicar la esencia del judaísmo: “Ama a tu prójimo como a ti mismo es la gran regla de la Torá” (Talmud de Jerusalén, Nedarim, capítulo 9, p 30b).
Les guste o no, los judíos tienen la responsabilidad de instaurar esta conexión entre ellos y transmitirla al resto del mundo. Rav Yehuda Ashlag escribió en su ensayo La garantía mutua: “Recae sobre la nación de Israel el capacitarse a sí misma y a toda las naciones del mundo, y desarrollarse hasta adoptar esa sublime labor del amor a los demás, lo cual constituye la escalera hacia el propósito de la creación”. En el ensayo, Ashlag describe a la nación israelí como “una especie de acceso a través del cual las chispas del amor del amor al prójimo puedan brillar sobre toda la raza humana en todo el mundo”.
El ADMOR de Gur escribe en el libro Sefat Emet (Miketz): “Ninguna vasija contiene bendiciones, salvo la paz. Por lo tanto, la persistencia del bien es a través de la unidad”. Más adelante en el libro añade, “Lo más importante es la conexión entre Israel: instaurar el amor, la hermandad y la cordialidad entre ellos. Eso trae grandes salvaciones y acaba con todos los calumniadores”.
Asimismo, podemos comprobar la importancia que el Rabino Kalman Epstein atribuye a la unidad: “La principal defensa contra la calamidad es el amor y la unidad. Cuando hay amor, unidad y cordialidad mutua en Israel, ninguna calamidad puede sobrevenirlos. (…) Cuando hay unión entre ellos, y no hay separación en los corazones, tienen tranquilidad (…) y todos los castigos y sufrimientos se eliminan de este modo” (Maor Vashemesh, Nitzavim).
Nuestros sabios han hablado extensamente acerca de la unidad interna como la clave de nuestro éxito. Lamentablemente, aún no los hemos escuchado. Más bien al contrario, estamos repitiendo los errores de nuestros antepasados. Y al menos debemos saber esto: cuando estamos desunidos, traemos sobre nosotros lo que nuestro odio infundado nos trajo en la época de la destrucción del Segundo Templo: la ruina, la dispersión y la muerte.
Sin embargo, las circunstancias actuales nos muestran que aún no está todo perdido. Todavía podemos ser lo que estamos destinados a ser: “una luz para las naciones” mostrando un ejemplo de unidad, no de separación. Pero para que esto suceda, debemos hacer una elección consciente. Espero que esta columna nos ayude a ver que la unidad es la clave para que tengamos éxito, para que las naciones nos acepten y para llevar a cabo el propósito de nuestra existencia en este mundo.