No hace mucho tiempo, hubo una historia en la prensa sobre un niño de doce años, con discapacidad, cuya clase iba a ir de excursión. El niño pensó que no podría ir y estaba muy triste, pero sus compañeros decidieron que no iban a permitir que eso sucediera. Consiguieron una silla de ruedas especial y se lo llevaron. A lo largo de la caminata, lo empujaron por el sendero y el niño se sintió como uno de ellos, un igual entre iguales.
Hay una lección profunda en esta historia. En la superficie, parece que los compañeros de clase fueron niños maravillosos que ayudaron a su compañero con discapacidad. Es cierto, pero es sólo una parte de la verdad, no la parte más profunda. La parte más profunda es que con su discapacidad, el niño ayudó a sus compañeros de clase a superarse, a superar su ego y a conectarse con otro ser humano. Ese regalo que les dio, es el regalo más grande que alguien puede dar.
Al permitir que otros ayuden, la persona discapacitada da a los que le ayudan, oportunidad de conectarse, de trabajar juntos. Cuando salimos del sentido del yo, de la obsesiva preocupación por lo que queremos, por cómo conseguirlo, por evitar dañarnos y de todos los cálculos de ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo!, entramos en un mundo nuevo, despreocupado y feliz. La gente con discapacidad, que necesita desesperadamente ayuda para hacer lo que nosotros damos por sentado, hace posible que nos aventuremos en ese nuevo mundo, precisamente gracias a su vulnerabilidad.
Nuestro deber para con ellos, es hacer lo que podamos para que no se sientan limitados por su situación, que sientan que son iguales a nosotros en todos los sentidos. Es como si la naturaleza nos enviara un mensaje, llamándonos a elevarnos a un nuevo mundo de libertad de nosotros mismos y. los portadores del mensaje, es la gente discapacitada. Por eso nuestro deber es ayudarles y también nuestra ganancia, si lo hacemos.
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