Un término muy conocido, al menos en el mundo académico, es «la tragedia de los comunes». El término «bienes comunes» describe un recurso que todos pueden utilizar sin costo alguno, como el aire. Lawrence Lessig, profesor de la facultad de Derecho de Harvard, explica que la tragedia consiste en que cuando hay una cantidad limitada de un bien común, la competencia por él, provoca que se agote, porque la gente trabaja por interés propio, pero si fuera considerada, todos tendrían suficiente.
Hasta hace poco, pensábamos que, sin consecuencias, podíamos emitir todo el gas que quisiéramos a la atmósfera. Como resultado, contaminamos la atmósfera de la Tierra. Pensábamos que podíamos ensuciar los océanos indefinidamente, pero contaminamos los océanos de la Tierra. Agotamos las reservas de agua dulce de la Tierra, contaminamos el suelo de la Tierra y convertimos nuestro planeta en un lugar apenas habitable. Nos infligimos a nosotros mismos una tragedia mundial en bienes comunes y ahora lo estamos pagando. Nuestro último recurso es un esfuerzo conjunto para cambiar ese comportamiento, pero para hacerlo, tendremos que cambiar nosotros mismos, desde los cimientos de nuestro ser.
El ecologista Garrett Hardin popularizó el concepto de la tragedia de los comunes en un ensayo titulado La tragedia de los comunes: El problema de la población no tiene solución técnica; requiere ampliar fundamentalmente la nuestra moral». En su libro El futuro de las ideas, Lessig cita la explicación de Hardin: «‘Imagina un campo abierto a todos y considera el comportamiento esperado de los ‘pastores’ que acuden ahí. Cada uno debe decidir si añade un animal más a su rebaño. Al tomar la decisión de hacerlo, el … pastor obtiene el beneficio de un animal más, pero todos sufren el costo, porque el pasto tiene una vaca más que lo consume. Eso define el problema: cualquier costo que suponga añadir un animal, lo soportan los demás. El beneficio, sin embargo, lo disfruta un sólo ganadero. Por eso, cada ganadero tiene un incentivo para añadir más ganado del que el pasto, en su conjunto, puede soportar. …Ahí está la tragedia. Cada uno está encerrado en un sistema que le obliga a aumentar su rebaño sin límite, en un mundo limitado. La ruina es el destino hacia el que se precipita la humanidad, cada uno persigue su propio interés en una sociedad que cree en la libertad de los bienes comunes. La libertad en los bienes comunes trae ruina a todos».
Hardin concluye en su artículo: «La educación puede contrarrestar la tendencia natural a actuar mal, pero la inexorable sucesión de generaciones exige que se refresquen constantemente las bases de este conocimiento.»
Hardin escribió su artículo en 1968, cuando la conciencia de las consecuencias del comportamiento imprudente de la humanidad estaba en pañales. Desde entonces, no hemos aprendido nada. No hemos refrescado nuestra educación; ni siquiera hemos empezado.
Los bienes comunes de la Tierra son finitos, aunque nos gustaría creer lo contrario. «Usar los bienes comunes como un pozo negro, no perjudica al público en condiciones de frontera porque no hay público», escribe Hardin en relación con los primeros colonos blancos de Estados Unidos. Pero «el mismo comportamiento en una metrópolis es insoportable».
Ahora que agotamos la reserva de aire fresco, agua dulce y fuentes de alimento de la Tierra, la escasez empieza a pasar factura. Alegóricamente, hemos pedido prestado a una tienda que parecía no tener encargado, pero nos equivocamos y ahora nos está cobrando la deuda.
Sin embargo, podemos evitar la incipiente catástrofe del agotamiento. Si aplicamos (por fin) la autoeducación que tanto necesitamos, nos daremos cuenta de que hay mucha comida, aire fresco y agua dulce para todos. Producimos mucho más de lo que consumimos. Si tuviéramos sentido de responsabilidad mutua y los bienes fueran realmente para los que los necesitan, reduciríamos la producción de forma tan drástica, que no nos preocuparíamos por las cuotas de emisiones ni por otras limitaciones.
La raíz de nuestro problema no es que estemos agotando la Tierra, sino que intentamos destruirnos o al menos controlarnos unos a otros. Como resultado, infligimos a toda la naturaleza y a nosotros mismos una tragedia existencial.
Sólo podremos cambiar nuestro modus operandi, si cambiamos nuestra motivación y pasamos de aspirar a destruir a los demás a, aspirar a construirlos. Cuando entendamos que sólo podemos florecer en un entorno social floreciente, empezaremos a pensar en los demás de forma constructiva y prosocial y transformaremos nuestro mundo.
Por eso, un proceso educativo que nos ayude a entender que todos dependemos de todos, en todos los sentidos, debería ser el componente esencial, la base de cualquier programa destinado a mitigar todos los problemas: desde depresión hasta deforestación.
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