Estados Unidos, como el resto del mundo, enfrenta una guerra contra un enemigo invisible: la COVID-19. Y para prevenir su propagación, es necesario usar mascarillas. Esta medida profiláctica dividió al público entre los que se niegan a usarlo con base en su derecho de libre albedrío y los que lo consideran como un acto de solidaridad con otros para limitar la transmisión de la pandemia. Por eso, el virus nos da un ejercicio ejemplar de responsabilidad mutua, pues todos tendremos que darnos cuenta de que estamos en el mismo barco y considerar que el bienestar colectivo debe reemplazar a los cálculos individuales.
«Algunos sienten que las mascarillas violan su libertad, pero si las usamos más, tendremos más libertad para salir”, dijo Jerome Adams, cirujano general de EUA. Los estudios muestran que el uso de la mascarilla es crítico para ayudar a limitar la propagación del coronavirus. Pero, muchos aún desafían el requisito de usarla en entornos públicos. Otros siguen el consejo de los médicos al pie de la letra, la mayoría, se encuentran en algún punto intermedio.
Debido a que la COVID-19 es una enfermedad nueva y aún no estudiada, nos evoca miedo a lo desconocido. No está claro qué pasaría si, Dios no lo quiera, fuéramos infectados. Por eso, la incertidumbre causa sensación general de histeria.
Del coronavirus se habla en los medios de comunicación de la mañana a la noche, cada personalidad política y profesional trata de aprovechar la situación para demostrar lo inteligente o importante que es y que sabe cuál es la mejor manera para que el país avance. Si su opinión resulta ser correcta, es para su crédito, pero si no, es culpa de otros. Como siempre, el éxito tiene muchos padres, el fracaso es huérfano.
Si hubiera lugares separados para los cautelosos y los descuidados, las cosas podrían haber funcionado. Pero, estamos inseparablemente interconectados en esta situación. Entonces, ¿qué hacemos? La solución radica en la forma en que calculamos los riesgos.
Ya sea estar muy preocupado por la enfermedad, despreocupado o en algún punto intermedio, tal vez sea necesario cambiar el enfoque de nuestra atención. En otras palabras, en lugar de medir lo que siento y pienso sobre el riesgo de contraer el virus, debería medir si mi comportamiento puede afectar a los demás.
O sea, tengo que decirme a mí mismo que puedo ser portador y que otros, estén infectados o no, depende de mí. En consecuencia, debo cuidar mi comportamiento en todo momento y en cualquier lugar, para asegurarme de no transmitir el virus a otros y proteger su salud.
Desafortunadamente, el público aún no es consciente de su responsabilidad personal porque, día tras día, somos bombardeados con opiniones contradictorias de médicos y de otros. Esto nos confunde. Si bien escuchar muchas opiniones es positivo, finalmente, el público necesita una opinión clara e informada.
Si continuamos por el camino en el que íbamos, llegaremos a una situación en la que cada uno siga su propio consejo y no podremos tener precauciones para el bienestar general. Esto nos apartaría aún más de la seguridad de vivir en una sociedad ordenada. La circunstancia en la que cada uno sigue su tendencia natural de considerarse sólo a sí mismo como autoridad mundial, sólo creará caos y nos conducirá a la anarquía.
El acuerdo público de usar las mascarillas por el bien de los demás puede ayudar a prevenir el desorden social. Dondequiera que haya una disputa entre el colectivo y el individuo, estamos obligados a seguir el acuerdo del colectivo. ¿Por qué? Porque al hacerlo, nos alineamos con la fuerza de conexión general de la naturaleza que puede impregnar positivamente a la sociedad, en oposición a la fuerza egoísta negativa del individuo que desintegra el orden. Como está escrito, «En la multitud está la gloria del rey» (Proverbios 14:28) también es la conclusión.
Aunque algunos somos cautelosos y otros somos descuidados, de acuerdo con nuestras características innatas, una sociedad sana debe estar vinculada a una nueva regla: el beneficio de los demás. Si cada uno trata de actuar siempre a favor de los demás, no habrá necesidad de miedo ni desprecio excesivos. Todos estaríamos en sintonía con el sistema integral de la naturaleza, donde prevalece el equilibrio y descubriríamos que la máxima libertad es que cada uno defienda el interés del colectivo, que es finalmente la suma de todos nosotros.
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