La columna de la semana pasada El auge amenazador del fascismo en Estados Unidos — malas noticias para los judíos, parece haber puesto el dedo en la llaga. Los casi 1.000 comentarios en el Jerusalem Post y en las redes sociales “me acusaron” de apoyar a Hillary Clinton, Donald Trump y Barack Obama (¡en serio!), así como de ser un fascista y un liberal; todo esto basándose en un único artículo de 1.100 palabras. De algún modo, al menos fue un consuelo no encontrar comentarios con la conclusión de que también apoyo a Bernie Sanders.
En periodo electoral todo el mundo toma partido, así que puedo entender el origen de esos comentarios. El problema es que la crisis a la que nos enfrentamos va mucho más allá de las simpatías políticas. Cuando a uno le diagnostican un cáncer, da igual si tu papeleta electoral es de color rojo republicano o azul demócrata. Lo primero es tratar el cáncer, y después todo lo demás.
Crisis sistémica
Una noche, muchos años atrás, estaba clasificando las cartas que el Rav Yehuda Ashlag escribió a sus estudiantes cuando encontré una alegoría que me impactó profundamente. Decía que el egoísmo es como un néctar dulce –pero venenoso– colocado en la punta de una espada. Es tan dulce y embriagante que no podemos evitar llevar la espada hasta nuestra boca, alargar nuestra lengua y dejar que el néctar caiga en ella: que caiga y caiga, hasta que nosotros mismos también caigamos.
Nuestra cultura del consumismo, la autocomplacencia y la frenética búsqueda de satisfacción inmediata reflejan lo profunda que es nuestra crisis. Constantemente buscamos otro bocado más del néctar, aunque sepamos que al final acabará con nosotros. Sabemos que la vida consiste en el equilibrio entre dar y recibir, pero nuestra naturaleza nos obliga a decantarnos cada vez más por el recibir y nos olvidamos de dar. No podemos evitarlo. Y esta es la causa de la crisis sistémica que se expande por nuestros sistemas económicos, sociales, educativos y políticos. La humanidad se ha convertido en un tumor cancerígeno que está consumiendo nuestro planeta y, al final, acabará consumiéndonos a nosotros también.
El antídoto social
Días atrás presidí una convención en Nueva Jersey. Setecientos estudiantes, académicos, amigos y colaboradores de Estados Unidos, Canadá, China, Sudáfrica, Noruega, Israel, Rusia, Nueva Zelanda y muchos otros países, se reunieron para buscar conjuntamente la forma de llevar la naturaleza humana al equilibrio, para buscar un antídoto a nuestro cancerígeno egoísmo. Formamos círculos de debate con individuos de diferentes edades, culturas y religiones, y juntos buscamos cómo construir un vínculo que trascendiera todas las diferencias.
La conclusión conjunta fue que, puesto que no nos “hemos programado” para ser seres que buscan el placer, tampoco podemos “desprogramarnos”. Sin embargo, nuestras sociedades sí que determinan el tipo de placeres que perseguimos, y por lo tanto podemos construir sociedades que nos inspiren de modo que los valores en beneficio de la sociedad –como la consideración mutua, la preocupación por los demás y la confraternidad– nos resulten placenteros. En otras palabras: es posible que nosotros mismos no seamos capaces de cambiarnos, pero la sociedad sin duda puede hacerlo. Así que, dado que podemos cambiar nuestras sociedades, también nosotros podemos cambiar.
Por ejemplo, no hace mucho tiempo encontré un artículo fascinante que describía cómo los drogadictos que son ubicados en un entorno social positivo se rehabilitan simplemente porque encuentran un sentido a sus vidas y disfrutan siendo un componente constructivo en su entorno. No sufren ninguno de los dolorosos efectos secundarios relacionados con la rehabilitación de la droga. Del mismo modo que hemos aprendido a reconocer la importancia del entorno social en el caso de los drogadictos rehabilitados, podemos sacar partido de este instrumento para realizar un cambio sustancial en nuestras sociedades. Si logramos hacer del afecto y el saber dar algo apreciable, no tendremos que enseñar a los niños a comportarse; lo absorberán de sus amigos y semejantes: su entorno social.
Y también en el caso de los adultos. Si todos en mi trabajo se apoyan y consideran el éxito del equipo como el suyo propio, no me atreveré a comportarme de otro modo. Ni se me pasará por la cabeza aprovecharme de mis colegas. Si creamos una sociedad que opere tal como acabo de describir, no tendremos que forzarnos a ser agradables y atentos con los demás: será algo natural en nosotros. Por eso, para sanar los rasgos cancerígenos de nuestra naturaleza, lo único que necesitamos es transformar nuestras sociedades. No tenemos que forzar el cambio en nosotros ni en los demás, sino dejar que la sociedad lo haga por nosotros, de manera rápida, fácil e indolora.
Avanzando
Aún queda mucho por investigar y que aprender a la hora de implementar los cambios que debatimos en la convención, pero me voy bastante más esperanzado de lo que llegué. No me hago ilusiones sobre la capacidad de ningún político para “hacer a América grande de nuevo”. Los políticos, por naturaleza, no están “para América” sino para sí mismos y aquellos que los apoyan. No son parte del remedio, sino que son parte del problema. El remedio está en nuestras manos.
Para que el cambio sea real y duradero debemos construirlo de abajo hacia arriba. Cuando un número cada vez mayor de individuos decidan que nuestro mayor problema no es el clima, ni el fundamentalismo, ni el abuso de drogas o la desigualdad salarial, sino nuestra propia naturaleza, entonces sabremos cómo generar un entorno que nos permita ser la mejor versión de nosotros mismos. Y al mismo tiempo verá la luz una sociedad saludable y próspera.