Hace unos días, Mahmoud Abás, presidente de la Autoridad Palestina, anunció que los palestinos ya no tienen ningún compromiso con los acuerdos de Oslo. A nadie le ha sorprendido. Sus colaboradores apuntaron que dejaría caer una “bomba” en su discurso anual ante la ONU y el contenido del discurso ha sido filtrado a los medios mucho antes de que él pronunciara esas palabras. Ladrillo a ladrillo, va erigiéndose un muro de aislamiento alrededor de Israel. Y el veneno del antisemitismo sigue extendiendo por todo el mundo.
Peor aún: cada nueva crisis añade más leña al fuego del antisemitismo y el antisionismo. El 19 de septiembre, The Jerusalem Post publicaba que “El alcalde socialdemócrata de Jena, Albrecht Schröter (…) ha acusado a Israel de ser parcialmente responsable de la crisis de los refugiados de Siria y pidió al Ministro de Asuntos Exteriores de Alemania que ‘tuviera menos contemplaciones’ con el estado judío”.
Antes de que nos demos cuenta, podemos convertirnos en los –naturalmente– responsables de la crisis migratoria, la desaceleración de la economía china, el (aún) emergente conflicto entre Rusia y EE.UU. en Siria, y todo lo que nos quiera deparar el destino.
Pero ser el punto donde converge toda esta animadversión nos coloca en una posición privilegiada para darle la vuelta. ¿Cómo? Todo el mundo sabe que cuando unimos las fuerzas para alcanzar un objetivo común multiplicamos las posibilidades de éxito. Sin embargo, lo que resulta menos evidente es el valor de la unidad en sí.
No obstante, los judíos tenemos toda una tradición a la hora de practicar la unidad como herramienta de sanación social. El Midrash, así como Maimónides, explican los esfuerzos de Abraham por unir a sus conciudadanos babilonios cuando comprobó su creciente alienación. Él deseaba poder traer la unidad a todo el mundo, no solamente a su tribu. Y salió de su tierra natal porque estaba amenazado de muerte. Sin embargo, mientras viajaba, se dedicó a divulgar su método para establecer la unidad entre las personas. Y aquellos que se unieron a él son los que hoy en día conocemos como judíos.
Siglos más tarde, Moisés, otro gran líder, completó la labor y culminó la construcción de nuestra nación cuando nos comprometimos a ser “como un solo hombre con un solo corazón”. Por lo tanto, la unidad y el amor a los demás son los cimientos de nuestra identidad judía. Una vez que estuvimos unidos, nos convertimos en una nación poderosa, atravesamos el desierto, conquistamos Canaán y la convertimos en nuestra tierra.
Pero con el tiempo, nuestra unidad fue decayendo; y con ella nuestra fuerza. Al final, optamos por el odio infundado en vez de la solidaridad, y por lo tanto perdimos la que fue nuestra tierra durante siglos.
Mientras sigamos ignorando nuestra excepcional capacidad para unirnos, nuestra situación seguirá siendo incierta. Es ahora cuando debemos recordar que tenemos registrada la patente del arma más potente del mundo: la unidad. Los intentos de fortalecernos mediante el poder financiero, el militar o con la estrategia política no harán que estemos a salvo. Simplemente intensificarán la ira del mundo hacia nosotros.
Actualmente, la capacidad para que perdure una sociedad humana saludable está basada exclusivamente en nuestro sentido de la solidaridad. Episodios de extrema violencia demasiado recurrentes como el tiroteo en el Umpqua Community College de Oregón, el masivo reclutamiento del Estado Islámico (30.000 tan solo en los últimos doce meses según el New York Times) o el comportamiento fraudulento que hemos presenciado por parte de grandes empresas de la industria automovilística, son solo los síntomas de la naturaleza egoísta de nuestra sociedad actual. Y lo cierto es que nos encontramos en un estado crítico.
Esas circunstancias nos convierten a nosotros, los judíos –los poseedores de la patente del remedio– en la nación más poderosa de la Tierra, ya que el destino de todos depende de nuestra capacidad para implementar la unidad y de que lo compartamos con la humanidad. No se trata de un deber moral: es la única esperanza de supervivencia que tiene la humanidad. Y es también la única esperanza para nuestra propia supervivencia.
Sin embargo, en vez de irradiar unidad, intentamos demostrarle al mundo que nosotros somos como todos los demás. Y no es de extrañar que nos culpen de todo lo que va mal en el mundo. Es una forma de decir: “Ustedes están causando los problemas, así que ya pueden solucionarlos”. Si usted tuviera una enfermedad terminal y percibiera que alguien tiene la cura para su enfermedad, pero no la comparte, ¿qué sentiría hacia esa persona? Eso es precisamente lo que siente la mayor parte de la humanidad. Por eso, hasta que no vean que hemos dejado de ser su “principal problema” –como Henry Ford expuso en su infame libro– seguirán odiándonos.
Por lo tanto, del mismo modo que antaño, entre nosotros, los judíos, existió la unidad, en el presente es nuestra obligación aportársela al mundo. La humanidad nos hace responsables de todos sus problemas: siente que depende de nosotros. Solo nosotros podemos proporcionar, si así decidimos hacerlo, un método sostenible capaz de reparar el distanciamiento entre humanos. En consecuencia, somos responsables del destino del mundo.
Hoy, es imperativo poner como nuestra mayor prioridad el elevarnos por encima de las diferencias y volver a ser “como un solo hombre con un solo corazón”. El mundo es como un pequeño estanque; cuando nos unamos, nuestro ejemplo se extenderá por ese estanque a modo de ondas, más rápido que un tsunami. Y entonces, la humanidad, que ahora nos atribuye todas sus tribulaciones, nos dará las gracias por todas sus bendiciones.