Los humanos son una especie muy flexible. Allá donde los pongas, van a adaptarse. Si hace unas décadas alguien nos hubiera dicho que en unos cuantos años habría policías en cada escuela para proteger a los niños de xenófobos/extremistas/maníacos racistas movidos por el odio y armados, así como de sus propios compañeros con armas, hubiéramos pensado que estaba loco.
No hace mucho tiempo, la gente solía pensar que las cosas irían bien, muy bien, cada vez mejor. Este optimismo prácticamente ha desaparecido. Las tensiones étnicas, religiosas y raciales, las tensiones políticas, las tensiones domésticas, la inestabilidad laboral, crecimiento del nivel del mar y el aumento de las temperaturas… dondequiera que miremos, el futuro es de aspecto sombrío.
¿Tiene que ser así? No; pero no va a mejorar por sí solo.
Hay un rasgo inherente a la naturaleza humana: nos estamos volviendo cada vez más absortos en nosotros mismos, cada vez más narcisistas, explotadores e insaciables. No podemos evitarlo. Sabemos que es malo para nosotros, que es malo para el planeta y que está arruinando el futuro de nuestros hijos. Pero no podemos contenernos. Si pudiéramos, ya habríamos cambiado nuestro comportamiento hace mucho tiempo.
Y lo que es peor aún, nuestra propensión al narcisismo y la explotación de los demás van camino de colisionar: el narcisismo hace que nos separemos; sin embargo, nuestro deseo de relacionarnos con los demás para salir beneficiados hace que cada vez estemos más conectados. Y puesto que no podemos frenar ninguna de estas propensiones, buscamos arreglos como los mensajes de texto en lugar de las llamadas, o tener amigos virtuales en lugar de amigos reales.
Lo que es válido para los individuos es válido también para las sociedades, los países y las relaciones internacionales. La diplomacia mundial siempre ha sido compleja. En la actualidad se ha convertido en un enrevesado enredo de luchas por el poder en las que cada país desea aislarse pero a la vez depende de otros países para su supervivencia. Parece como si las grandes potencias ya hubieran aceptado que, como en la película Los inmortales, al final “solo puede quedar uno” y ahora están luchando para convertirse en ese uno.
Pero hay dos cosas claras: 1) En la era nuclear, al final nadie saldrá ileso. 2) A pesar de que son claramente perjudiciales, nada va a evitar que estas tendencias se intensifiquen. En el futuro llegará un momento en el que previsiblemente se romperá la tensión entre el aislamiento y la obligada interdependencia, produciéndose un caos a nivel mundial. Y las naciones simplemente están ganando tiempo, no pueden invertir esta tendencia.
Yo no me hubiera pronunciado acerca de todo esto si no supiera que hay una manera de revertir ese recorrido hacia el caos global. Hemos transitado por un camino durante todo nuestro desarrollo hasta ahora. A lo largo de la historia, hemos evolucionado a través de deseos que iban creciendo y que, a su vez, promovían innovaciones dirigidas a satisfacer esos nuevos deseos. En resumen, hasta ahora la humanidad ha actuado según la máxima “Querer es poder”.
Cuando quisimos viajar más rápido, inventamos nuevos medios de transporte. Cuando quisimos una salud mejor, inventamos nuevos medicamentos y medios de diagnóstico. Cuando quisimos cocinar más rápido, inventamos el microondas.
Y lo mismo en nuestras sociedades. Cuando quisimos expresarnos políticamente, inventamos la democracia, y cuando quisimos libertad de pensamiento, inventamos el liberalismo. A lo largo de la historia, nuestros deseos fueron abriendo camino a nuestro avance, y fue estupendo.
El problema es que ahora nuestros deseos van en dos direcciones diferentes al mismo tiempo: queremos alejarnos de la gente y, sin embargo, cada vez nos sentimos más obligados a conectar con ellos. Este tira y afloja nos hace sentir incómodos.
De no tener un modelo de conducta a seguir, estaremos perdidos. ¿Cómo se puede querer dos cosas que van en direcciones opuestas, reconciliarlas, y aun así ser feliz?
Esto es exactamente lo que hace toda la naturaleza. La vida se basa en la oposición entre el deseo de aislamiento, de guardarse a uno mismo, y la dependencia de otros para sobrevivir. Así es cómo los átomos se agrupan y se convierten en moléculas, cómo las moléculas se convierten en células y cómo las células se convierten en órganos que finalmente se convierten en organismos. De no existir la facultad de mantener cada elemento de la naturaleza por separado, pero a la vez funcionando voluntariamente en armonía con otros elementos dentro de un sistema sincronizado, la vida sería imposible.
Las emociones humanas no son como las emociones animales, y menos aún como las de las plantas o minerales. Para poder mantener el equilibrio entre el individuo y el colectivo, es preciso hacer a cada instante una elección consciente. En otras palabras, nuestros “yo” individuales deben aceptar participar en el colectivo; tienen que ver el beneficio al hacerlo.
Es más fácil de lo que parece. Ya recibimos beneficio en todos los sentidos por nuestra participación en la sociedad. De lo contrario, tendríamos que salir a cazar, cultivar, hacer acopio de alimentos, defendernos de enemigos y los animales; en general, la vida sería bastante más desdichada y corta.
El problema es que nuestros egos nos presentan la falsa imagen de que contribuir al beneficio colectivo sucede a expensas del beneficio propio, pero es todo lo contrario. Cuando aportamos al colectivo, la sociedad desarrolla un interés por nuestro éxito. Si cada uno de nosotros aportara sus conocimientos en beneficio de la sociedad –en lugar de usarlos para pasar por encima de otros luchando por un mejor trabajo, un mejor salario o más estatus social– nuestros logros personales no solo mejorarían e impulsarían el beneficio de otros, sino que además nuestro beneficio personal se multiplicaría porque podríamos invertir toda la energía que gastamos en autoprotegernos en ampliar nuestros logros.
Por lo tanto, para establecer una sociedad próspera y duradera, debemos combinar nuestros crecientes deseos de beneficio personal con una red de deseos que colaboren y beneficien a nuestras sociedades y por ende a nosotros mismos. Esto es algo que la naturaleza no puede hacer por nosotros: solo depende de nuestra libre elección utilizar los deseos de una u otra manera.
El entorno social que construimos determina el modo en que nos desarrollamos. Si elegimos el camino del ego, la tendencia en ciernes es hacia el aislacionismo y el fascismo, lo cual desembocará en un régimen extremista con un tirano como líder; así lo describe Andrew Sullivan en su obra escrito para New York Magazine: “Nunca ha habido en América un momento más susceptible para la tiranía como ahora”. Un proceso similar tendrá lugar en Europa y el resto del mundo cuasi-democrático irá detrás. Poco después, estallará una tercera guerra mundial y los pocos que sobrevivan aún tendrán que conectarse por encima de su inclinación a la separación o volverán a pasar por lo mismo de nuevo, hasta que comprendan que no hay otra opción.
Si elegimos el camino de la razón, construiremos una sociedad que apoye la colaboración y las recompensas a aquellos que contribuyan a la sociedad. Esto creará un entorno social donde se elogie la entrega y se reproche el tomar a expensas de los demás; hasta que las personas sientan que el egoísmo no merece la pena. De este modo, nos instruiremos para funcionar como hace el resto de la naturaleza. Entonces, del mismo modo que la naturaleza prospera cuando el egoísmo humano la deja en paz, también nosotros prosperaremos.
Al final, solo podremos ser la mejor versión de nosotros mismos –la más feliz, la más fuerte, la más completa– cuando vivamos en una sociedad donde las personas cuiden unas de otras y a sus comunidades. Y que la comunidad haga lo mismo por ellos.