Podemos tener lágrimas en los ojos, pero no ayudará. El mundo que conocimos hasta principios de este año, terminó y no volverá. Y con él, se llevó nuestra infancia. Antes de la COVID-19 éramos como niños destrozando la casa, haciendo travesuras mientras los padres trabajaban. Pero la COVID nos mostró que nuestros padres están aquí, aunque son invisibles. Y en lugar de llegar y gritarnos, enviaron una fuerza invisible con un nombre extraño, SARS-CoV-2, también conocido como el nuevo coronavirus, que nos envió a casa y nos dijo que nos quedáramos allí. Y cada vez que salimos, regresa y da otro golpe, hasta que aprendamos que debemos obedecer.
No nos gusta; queremos deshacernos de él, pero gradualmente nos damos cuenta de que no podemos y probablemente nunca podremos hacerlo, al menos hasta que hagamos lo que nos pide: «Estén separados y dejen de infectarse».
Ya sabemos que la COVID-19 afecta nuestro cerebro, pero lo que aún no sabemos es que está afectando nuestro corazón. Lo llevará de la alienación a la conexión. Por ahora sólo aumenta nuestra soledad, pero en algún momento, nos daremos cuenta de que para no sentirnos solos, tenemos que conectarnos en nuestro corazón, antes de conectarnos en nuestro cuerpo. Sólo así superaremos la reclusión, la influencia negativa que proyectamos a otros se revertirá y será nuestra curación.
El virus vino a enseñarnos a ser adultos, responsables de nuestro hogar común y responsables entre nosotros. Llegó a convertirnos de niños rebeldes, en adultos afectuosos, que se cuidan unos a otros y al mundo que los rodea.
Así como los niños no notan que están creciendo, hasta que ya son adultos, veremos en lo que nos convertimos hasta después. Y probablemente, hasta entonces agradeceremos al virus, pues sin él, no hubiéramos podido desconectarnos de nuestro pequeño yo anterior, infantil y destructivo y convertirnos en una humanidad madura, responsable y solidaria.
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