Ningún otro país tiene que defenderse de la pasión que pone su propio pueblo para destruirlo. El mundo nos odia porque nos odiamos unos a otros. No tenemos más que dejar de hacerlo.
El establecimiento del Estado de Israel, poco después del final de la Segunda Guerra Mundial, fue una gran alegría para la inmensa mayoría de los judíos. Tras las atrocidades del Holocausto, era un motivo de esperanza para un futuro más seguro. El mundo percibía a los judíos como una pequeña nación oprimida que merecía vivir en paz en su propio país, como cualquier otra nación.
Ha habido muchos cambios desde entonces. El mundo se ha vuelto cada vez más crítico con Israel. En los últimos años, la crítica se ha convertido en una clara actitud hostil, hasta el punto de que los políticos y los funcionarios estatales cuestionan abiertamente el criterio que en un primer momento dio lugar a la creación de Israel.
Junto con el mundo, y tal vez incluso de manera más intensa, los judíos en Israel y por todo el planeta han arreciado cada vez más sus críticas hacia Israel y sus políticas. Y hoy en día muchos de ellos cuestionan abiertamente la legitimidad de la existencia de Israel.
La Prueba Triple D
Siguiendo el espíritu imperante en nuestros días, un gran número de judíos que viven en la diáspora están –ya sea abierta o encubiertamente– en contra de Israel. Sidney y Max Blumenthal, Noam Chomsky o incluso Bernie Sanders, sobre el cual ya escribí una columna previa, son ejemplos destacados de judíos que participan en actividades anti-Israel. Pero tal vez el arquetipo del odio a Israel sea el multimillonario George Soros. Soros cada año emplea millones de sus propios fondos para apoyar a organizaciones en contra de Israel y presiona al gobierno de Estados Unidos para que apoye a las supuestas “víctimas” de Israel.
Natan Sharansky, expresidente de la Agencia Judía, acuñó lo que se conoce como la prueba de la Triple D para distinguir las críticas a Israel del antisemitismo. Las tres D son deslegitimación de Israel, demonización de Israel, y el doble rasero de medir con respecto a Israel. Si midiéramos las acciones de estos destacados judíos que acabamos de mencionar con respecto a las tres D, superarían el listón “con creces” y serían etiquetados de enconados antisemitas. La única razón por la que no se les clasifica así es, bueno, que son judíos.
Ninguna otra nación recibe críticas tan virulentas desde dentro de sus propias filas, y ningún otro país tiene que defenderse de la pasión que pone su propio pueblo para destruirlo. Para entender de dónde proviene esta gran aversión es preciso analizar nuestras raíces.
¿Por qué ese odio feroz?
El Midrash (Bereshit Rabá) nos dice que Abraham el patriarca dejó su tierra natal para dirigirse a Canaán después de enfrentarse al rey Nimrod. Huyó para salvar su vida y comenzó a extender el pensamiento que provocó su enfrentamiento con su rey: el ego no puede ganar; debe ser cubierto con misericordia y amor. El Midrash continúa describiendo cómo el grupo de Abraham creció hasta convertirse en una nación que se comprometió a ser “como un solo hombre con un solo corazón” y a la cual se le encomendó el convertirse en “una luz para las naciones”: difundir la unidad que habían alcanzado.
“El odio despierta contiendas y el amor cubre todas las transgresiones”, dijo el rey Salomón. Ese era el lema de los antiguos hebreos, nuestros antepasados. Este breve versículo resume la esencia del trabajo espiritual de nuestros antepasados. Su aspiración era lograr un objetivo final: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. Como Rabí Akiva dijo, esta es la ley que abarca toda la Torá. Sin embargo, debido a que Israel cayó presa del odio sin fundamento, perdieron la capacidad de cubrir el odio con amor, el Templo fue destruido y el pueblo se exilió.
La esperanza que el mundo perdió
Al perder nuestra capacidad de cubrir el odio con amor, también perdimos la capacidad de ser “una luz para las naciones”. Y la consecuencia fue que las naciones perdieron la esperanza de aprender a unirse por encima del ego. Desde entonces, el ego ha sido el rey del mundo y las naciones consideran a los judíos como los mayores –y quizá los únicos– los malhechores en el mundo.
Y lo que es peor aún: dado que hemos olvidado el modo de cubrir el odio con amor y nuestra obligación de transmitir este conocimiento, no logramos entender por qué el mundo nos odia. Pensamos que somos como todos los demás. Pero “todo judío, por muy insignificante que sea, está consagrado a la consecución de algún objetivo decisivo e inmediato”, afirmó Goethe. En efecto, la “reminiscencia” de nuestra singular vocación habita en lo más profundo de todas las personas del mundo, independientemente de su credo, aunque de forma inconsciente. Esto es lo que hace que la gente sea tan susceptible en todo lo relativo al representante no oficial del pueblo judío: el estado de Israel. Esto es asimismo lo que hace que las personas sean tan críticas con Israel cuando creen que sus acciones no reflejan un código moral que no se le exige a ninguna otra nación.
La tercera D en la prueba de Sharansky, el doble rasero de medir, es algo que comparten todos –judíos y no judíos por igual– cuando se trata del “pueblo elegido”, y especialmente cuando se trata del estado de Israel. Dicho de otro modo, existe un consenso general en que Israel no es como cualquier otro país. Pero como desconocemos cuál es nuestra responsabilidad, los detractores de Israel de toda índole optan por deslegitimar su existencia.
En qué lleva razón Soros y en qué se equivoca
Puedo entender de dónde procede la crítica de Soros y de otros judíos que odian a Israel. Al igual que yo, se sienten que la actual conducta de Israel es nociva para el mundo. Pero cuando se trata de la solución, nos encontramos en extremos opuestos. Los enemigos de Israel lo juzgan por sus políticas y determinan que, puesto que no están de acuerdo, Israel no debería existir. Atacándolo, se alejan del mal y se presentan como luchadores que buscan el bien de la humanidad.
Yo, por el contrario, apoyándome en la sabiduría de nuestros sabios, juzgo a Israel exclusivamente en relación a nuestro nivel de unidad. Según lo que he podido aprender, nuestra única falta es nuestra desunión. Israel es perjudicial para el mundo solamente porque nosotros, israelíes y judíos, no conocemos el verdadero rol de Israel.
La vocación del pueblo judío no ha cambiado desde su creación. Seguimos siendo los que deben unirse “como un solo hombre con un solo corazón”, aprender a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, y con ello convertirnos en “una luz para las naciones”. Pero no podremos llegar a ser ese ejemplo a menos que tengamos las condiciones físicas para recrear esa unidad. Esta condición física es el estado de Israel.
No hemos regresado a Israel para nuestro propio beneficio. Vinimos aquí para llevar a cabo la tarea que le debemos el mundo. Solamente si trabajamos en la cohesión y la solidaridad mutua entre nosotros, y basándonos en esto construimos nuestra sociedad, el mundo considerará que nuestra presencia aquí es legítima y dejará de demonizarnos.
Aunque al principio sea difícil cubrir con amor esa ancestral división entre nosotros, nuestros esfuerzos por alcanzarlo serán vistos con buenos ojos. Todos los judíos –tanto los partidarios como los detractores de Israel– deben participar en el restablecimiento del espíritu del pueblo judío, el espíritu de misericordia y amor. El mundo nos odia porque nos odiamos unos a otros. No tenemos más que dejar de hacerlo.