“De pronto vi dos cuerpos inertes, semienterrados en el lodo entre los escombros”, lloraba Edi Stivan mientras contaba ese terrible momento vivido al lado de su hogar en la ciudad de Palu. “Vi a mi padre aún abrazando a mi hermana; no paraba de llorar. Logré salvar a otras personas, pero no a mi familia”.
Varios días después del terrible temblor de 7.5 en la escala de Richter, ocurrido en la isla Sulawesi en Indonesia comienza a aclararse el impacto de la tragedia. El sismo produjo inmensas olas tsunami que devastaron amplias zonas de la isla. Más de 1300 personas fueron ya declaradas víctimas fatales y el número podría llegar a varios miles más.
Parecería que cuanto más sube el número de muertes, más aumenta la indiferencia en la conciencia mundial. Solo para dar un ejemplo, el temblor sucedido en Indonesia en el año 2004 y las olas tsunami que le precedieron, cobraron la vida de 230 mil víctimas.
El mundo entero se alistó para prestar ayuda entonces, pero de la actual tragedia prácticamente ni se habla en los medios. Sin embargo, el huracán “Florence” que hace un par de semanas abatió las costas de Carolina del Sur en Estados Unidos, dejando “apenas” seis víctimas, logró una cobertura periodística a nivel internacional.
A los lados de los caminos destruidos en Indonesia se ven carteles: “necesitamos comida”, y “necesitamos ayuda”. Equipos de salvamento internacionales no logran hacer su trabajo sin el equipamiento necesario y hay cientos de miles de habitantes heridos que necesitan tratamiento. Cientos de miles perdieron sus casas y en zonas vastas hay cientos de personas que se encuentran aún atrapadas bajo los escombros de los edificios caídos.
Las voces se han callado y las fuerzas de salvamento probablemente ya no llegarán a ellos.
El mundo, que solo hace un mes seguía con gran nerviosismo el rescate de un grupo de jóvenes de una cueva al norte de Tailandia, prefiere ocuparse del discurso de Trump y los premios Nobel.
Es un error creer que la influencia de Indonesia, que se encuentra por allí en el sureste de Asia, sea mínima.
Vivimos en un mundo global e integral y los diferentes desastres que nos abaten en las últimas décadas nos demuestran gradualmente la interdependencia que caracteriza el sistema global.
Países que se unen, supuestamente, en organizaciones internacionales, y su fin explícito es el bienestar del público general, de hecho, no promueven más que su propio bienestar particular.
La organización de comercio mundial, NATO, la organización de los países industriales (G8), las naciones del OECD, la ONU, la UE e incluso el Internet, son solo algunos ejemplos de las redes de conexiones que hemos formado, pero todos actúan en una conexión recíproca solo en apariencia.
Como resultado de no sentir el hecho de que todos estamos embarcados en una sola barca, o si lo prefieren, todos nos estamos cocinando en una misma cacerola, no sentimos la tormenta que se avecina y puede hundirnos a todos juntos. La devastadora competencia entre nosotros, el egoísmo que caracteriza a la especie humana, evitan que sintamos que somos uno.
El ego, ese deseo de construirse sobre las ruinas de los demás, es la causa principal de nuestra incapacidad de cooperar y de nuestros fracasos en todos los aspectos de la vida.
Es el responsable de avivar el fuego del odio y de producir separación entre las naciones, dentro de las naciones e incluso en todos los sectores y partidos.
Pero la naturaleza se va desplegando en toda su potencia y medida, y el número de tragedias destructivas va aumentando cada año.
Su garra está activa también en Israel, tal como lo hemos sentido en los últimos meses con los temblores que se produjeron en nuestra zona, recordándonos que el peligro acecha y es real.
La naturaleza no conoce fronteras internacionales, no distingue entre ricos y pobres, no pasa por encima de nadie, solo nos muestra lo vulnerables que somos y que en definitiva no somos más que seres humanos.
La naturaleza, que actúa como una unidad integral y armónica, nos exige a los humanos obrar de forma similar a ella y nos demanda estar en un equilibrio mutuo.
Debemos comprender que todos somos uno, que no hay diferencia entre indonesio y americano, entre europeo y africano, entre un país desarrollado y otro del llamado del tercer mundo, entre erudito e ignorante.
Todos somos una sola familia.
Todos vivimos en el planeta Tierra, como en una pequeña casa, en un sistema en el que todos estamos interconectados y somos interdependientes.
En relación a la perfección del sistema, todos somos iguales. No hay preferidos y todos somos tan importantes como los demás.
Podemos seguir ignorando la verdad hasta que nos obliguen a reconocer nuestra interdependencia y forzosamente llegar a considerarnos unos a los otros.
Es posible lograrlo de otra forma. Comprender y aceptar ya hoy la conducta del sistema verdadero que nos conecta y llevarlo a la práctica. Cuando sintamos y comprendamos la perfección del sistema, sabremos reconocer el valor y la importancia de cada individuo sobre la Tierra. Sabremos cómo formar una vida segura, buena y positiva para todos. Y seremos felices, todos juntos.
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Imagen: Reuters