El mayor grado de cohesión que alcanzó el pueblo de Israel fue en la época del Primer Templo, que el rey Salomón construyó después de que su padre, el rey David, unió el reino de Israel. Para entender los acontecimientos que se desarrollaron en ese momento y su impacto en nuestro tiempo, debemos describir lo que simboliza el Templo. Pudo construirse gracias a la unidad de corazones en el pueblo de Israel, pues, en el sentido espiritual, el Templo es un estado en el que hay amor y unidad entre todos.
Como explica mi maestro, Rav Baruj Ashlag (Rabash): “El corazón del hombre debe ser un Templo”. “Por eso, se debe tratar de construir la estructura de Kedushá [santidad] y… tener el objetivo de ser otorgante como el Dador”, es decir, superar los deseos egoístas que surgen e implementar la gran regla de la Torá: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”. El Templo físico no era más que el recordatorio del estado de conexión interna.
Así, en los días en que prevaleció la cohesión en Israel, la nación fue fuente de inspiración para los demás. El libro del Zóhar dice que, cuando el Templo estaba en pie, “el rostro de todos estaba iluminado… y no había un solo día en el que no hubiera bendiciones y alegría e Israel estaba seguro en la tierra y el mundo se nutría gracias a él”.
Había lazos de amor entre la gente; todos se sentían libres, felices, libres de preocupaciones personales y podían cuidar el bienestar público.
Así describió el filósofo Filón de Alejandría ese estado especial del que todos querían ser parte: «Miles de personas desde miles de ciudades -por tierra y por mar, del este y del oeste, del norte y del sur- venían a cada festividad en el Templo, como si fuera un refugio común, un cielo seguro protegido de las tormentas de la vida… Con el corazón lleno de buenos deseos, tomaban estas vacaciones vitales con santidad y glorificando a Dios. Además, hacían amistad con gente que nunca habían conocido y en la fusión de corazones… encontraban la prueba final de la unidad» (Sifrey Devarim, Item 354)
El libro Sifrey Devarim detalla que los gentiles “iban a Jerusalén, veían a Israel… y decían: ‘Es bueno aferrarse sólo a esta nación’”. Cuando se alcanzó el nivel más alto de conexión, durante el reinado del rey Salomón, el deseo egoísta evolucionó a un nuevo nivel. El pueblo no pudo mantener esa altura espiritual y empezó a haber separación.
Como consecuencia, el reino de Israel se dividió en dos reinos: Israel y Judá. El reino de Israel fue arruinado por los asirios, sus residentes fueron exiliados, su destino es desconocido hasta hoy. El reino de Judá se enredó en luchas de poder con las grandes potencias de la época: Asiria, Babilonia y Egipto, hasta que al final, el reino de Babilonia tomó posesión de la tierra.
Durante esos años, el Templo aún estaba en pie, pero su esencia se volvió cada vez más tenue e inasequible. Gradualmente, el reino de Judá decayó hasta un estado de constantes luchas internas de poder, que reflejaban la división interna de la nación. Desde otras naciones, se había infiltrado en el pueblo judío un enfoque egoísta, que fomentaba valores egoístas.
En su ensayo Exilio y redención, el cabalista Yehuda Ashlag (Baal HaSulam) describe las etapas del declive del pueblo: «Eso ocasionó la ruina del Primer Templo, en el momento en que veneraron la riqueza y el poder por encima de la justicia, igual que las otras naciones. Y como la Torá lo prohíbe, renegaron de la Torá y de la profecía, adoptaron modales de sus vecinos y pudieron disfrutar la vida tanto como el ego se los demandaba. Y como lo hicieron, los poderes de la nación se desintegraron: algunos siguieron a los reyes egoístas y sus oficiales, otros siguieron a los profetas, esa separación siguió hasta su ruina”.
Como resultado, el pueblo, gradualmente, se dividió en dos grupos que representaban dos visiones opuestas del mundo: los reyes y oficiales, que se distanciaron cada vez más entre sí y, los profetas, que se esforzaron por mantener la unidad.
Como lo describe Tito Flavio Josefo, historiador judío convertido en romano, en Antigüedades de los judíos, el odio de los judíos hacia sus hermanos fue brutal. Acerca de la unción del rey Joram, que gobernó setenta años después del rey Salomón, dice que “Tan pronto como tomó el gobierno, se dedicó a matar a sus hermanos y a los amigos de su padre, que gobernaban bajo su mando y allí comenzó a demostrar su maldad”. El destino de Joram, por cierto, no fue mejor que el de sus víctimas. También fue derribado por Jehú, quien “disparó su arco y lo hirió” por la espalda “y la flecha le atravesó el corazón, de modo que Joram cayó al suelo … y expiró”. [1]
Cuando Josefo describe las atrocidades que el rey Manasés, hijo de Ezequías, perpetró contra su propio rebaño, escribe: “Mató brutalmente a todos los hombres justos que había entre los hebreos. Tampoco perdonó a los profetas, cada día mataba a algunos, hasta que Jerusalén quedó inundada de sangre”. [2]
Debido a la falta de respeto por los lazos de amor dentro de la nación, su desintegración se aceleró. El Talmud describe, con mucha conmoción, la malevolencia de los líderes judíos entre sí: “Rabí Elazar dijo: ‘Esa gente, que come y bebe con otros, se apuñala con espadas en la lengua’. Así, a pesar de que estaban cerca unos de otros, estaban llenos de odio mutuo” (Talmud de Babilonia, Masechet Yoma, 9b).
Finalmente, la división interna trajo consigo la ruina del reino de Judá. El nueve de Tamuz [mes hebreo, aproximadamente alrededor de junio], después de un año y medio de asedio cada vez más sofocante, el muro de Jerusalén fue violado y el nueve de Av, el mes siguiente, el Templo fue destruido. Posteriormente, los babilonios exiliaron al pueblo de la tierra de Israel.
El rey de Babilonia nombró a Gedalías, hijo de Ahicam, gobernante de los judíos que quedaron en Judá, pero los conflictos internos no cesaron y en el proceso de las luchas de poder, Gedalías fue asesinado. Ese asesinato trajo el fin de la soberanía judía en la tierra de Israel.
Con el paso de los años, los judíos que fueron exiliados a Babilonia, pasaron por una serie de estados. Una gran esperanza se renovó cuando Ciro hizo una declaración, que condujo al retorno a Sión. Así, setenta años después de la ruina del Primer Templo, se construyó el Segundo Templo.
Sinat Chinam (Odio infundado) y el Segundo Templo
La destrucción del Templo fue un punto de inflexión en la historia judía. Por eso, es importante destacar cuál fue la raíz de esa tragedia. Como se menciona en el Capítulo II: “La gente de la generación de la ruina del Segundo Templo era obstinada y perversa… Por eso, debido al odio mutuo infundado que albergaban en el corazón … pensaban que a cualquiera que no actuara como ellos creían que era el temor al Creador, el mandamiento era matarlos. …De ahí surgieron los males del mundo, hasta que finalmente, la casa quedó en ruinas”, escribió el Rabino Naftali Zvi Yehuda Berlin en Profundizar en el asunto.
La aspiración a restaurar la independencia de Judá, que le había sido arrebatada por el Imperio Romano, instigó la Gran Revuelta en el año 66. En aquellos días, dada la polarización religiosa y las brechas económicas, la sociedad estaba desgarrada desde dentro,… Hubo mucho debate y lucha sobre si rebelarse o no y sobre muchos otros temas.
Las divisiones surgieron de la pérdida de la ideología espiritual en cuya base se fundó el pueblo judío. En consecuencia, Judá llegó a un estado en el que, mientras los romanos sitiaban Jerusalén y casi derribaban sus murallas, los judíos que estaban dentro luchaban ferozmente entre sí y se infligían horrores.
Cuando Tito, el victorioso general romano, finalmente conquistó Jerusalén, sintió que no podía atribuir su victoria a su propia astucia militar ni al poder de su ejército. La guerra entre judíos fue tan espantosa y llena de crueldad, que hizo que los romanos pensaran que, en realidad, Dios estaba de su lado. [3]
Al inicio del asedio, al ver a los judíos peleando entre sí dentro de la ciudad, “los romanos consideraron que esta sedición entre sus enemigos era de gran ventaja para ellos y estaban muy ansiosos por marchar hacia la ciudad”. [3]
“Instaron a Vespasiano”, el recién coronado emperador, “a que se apresurara”. Los comandantes romanos querían aprovechar la situación por temor a que “los judíos pudieran volver a estar juntos”, ya fuera porque estaban “cansados de sus miserias civiles” o porque podrían “arrepentirse de sus acciones”. [3]
Sin embargo, el emperador estaba muy seguro de que el odio entre los judíos era irreparable. “Vespasiano respondió”, escribe Josefo, “que estaban muy equivocados en lo que creían que debía hacerse… que Dios actúa como general de los romanos, mejor de lo que él pudiera hacerlo, que les está entregando a los judíos sin ningún esfuerzo por su parte y le da a su ejército una victoria sin ningún peligro; por eso, el mejor camino es que mientras sus enemigos se destruyen con sus propias manos y caen en la mayor de las desgracias, que es la sedición, quedarse quietos como espectadores de los peligros en los que se encuentran, en lugar de luchar cuerpo a cuerpo con hombres que aman el asesinato y están locos … Los judíos son destrozados cada día por sus guerras civiles y disensiones y viven miserias mayores a las que, si de una vez fueran capturados, podríamos infligirles. “Por eso, si alguien se preocupa por nuestra seguridad, debe permitir que estos judíos se destruyan solos”.[3]
El asedio a Jerusalén fue el final de una batalla de cuatro años. Cuando comenzó en el año 66, después del pogromo mencionado en Cesarea, la violencia estalló en toda la provincia. Si durante la Rebelión Hasmonea, la lucha fue entre judíos helenizados y judíos militantes, fieles a su religión, ahora la lucha era sólo entre judíos, entre varias sectas de zelotes militantes y judíos moderados, que se esforzaban por negociar la paz con los romanos. Sin embargo, el odio infundado que surgió entre los judíos durante la revuelta, fue mucho peor, incluso que el odio ya intenso que las facciones de la nación sentían entre sí antes del estallido.[4]
En un principio, escribe Josefo, “todos los habitantes se dedicaron a la rapiña, después se unieron en grupos para robar a la gente del país, de modo que, en cuanto a barbarie e iniquidad, los de la misma nación no se diferenciaban en nada de los romanos. Parecía mucho mejor que los arruinaran los romanos que ellos mismos”. [4]
La afirmación de que lo que los judíos se hacían entre sí, ni siquiera los romanos les hubieran hecho, se repetiría a lo largo de las descripciones elaboradas y gráficas, que hizo Josefo. de la revuelta. Es evidente que no escatimó esfuerzos para subrayar que, como dijeron nuestros sabios, fue nuestro odio mutuo lo que nos destruyó, más que las máquinas de guerra de nuestros enemigos. Y mientras los judíos se atacaban entre sí, los residentes romanos no se quedaron de brazos cruzados, también participaron en la matanza y el saqueo. El historiador Paul Johnson escribe que, como resultado de los combates que estallaron por todas partes, “Jerusalén se estaba llenando de refugiados judíos furiosos y vengativos de otras ciudades, donde la mayoría griega había invadido los barrios judíos y quemado sus casas”. [5]
Josefo escribe que “este temperamento pendenciero se apoderó de familias, que no llegaban a un acuerdo entre sí, después familiares cercanos y queridas, rompieron las restricciones y cada uno se asoció con los de su propia opinión y se opusieron unos a otros, de modo que surgieron sediciones en todas partes”. [6]
Este distanciamiento entre los miembros de la familia, los llevó a algunos de los capítulos más horribles de este genocidio civil conocido como la Gran Revuelta. A pesar de la gran cantidad de habitantes en Jerusalén, seguramente no hubo escasez de alimentos, pues, al ser un lugar de reunión regular, la ciudad estaba bien preparada para alimentar a grupos muy grandes y por períodos prolongados. Sus enormes depósitos de alimentos deberían haber sobrevivido a la capacidad de los romanos para mantener el asedio. Sin embargo, como escribe Johnson, “los judíos estaban… irreconciliablemente divididos”. [7]
Estaban tan absortos en la destrucción mutua, que no podían pensar en el futuro, ni siquiera en el día siguiente. Como resultado y como parte de su guerra, “Simón y su grupo… prendieron fuego a las casas que almacenaban trigo y otras provisiones. Lo mismo hizo Simón cuando, tras la retirada, atacó la ciudad, como si lo hubiera hecho a propósito para servir a los romanos, destruyendo lo que la ciudad había acumulado para resistir el asedio. cortando así los nervios de su propio poder”. Como resultado, “se quemó casi todo el trigo, que habría sido suficiente para un asedio de muchos años. Así que fueron capturados por la hambruna”. [8]
Por terrible que sea quemar los suministros de alimentos de los demás, la crueldad de los judíos fue más allá, mucho más allá. En primer lugar, sin mencionar explícitamente a qué bando pertenecían, Josefo describe la profanación del Sumo Sacerdocio, como medio para llevar a la gente a la desesperación. Habla de ladrones que saquearon la ciudad e hicieron con su población y gobierno lo que quisieron. “Para probar la sorpresa del pueblo”, escribe, “y hasta dónde se extendía su propio poder, [los ladrones] se propusieron deshacerse del Sumo Sacerdocio echando suertes por él”. [9]
Además, Josefo, como judío que lamenta el destino de su pueblo, escribió que destruir la sedición “era mucho más difícil que destruir las murallas. de modo que, con justicia, podemos atribuir nuestras desgracias a nuestro propio pueblo”. [10]
Cuando, finalmente, los romanos abrieron una brecha en las murallas y asaltaron Jerusalén, ya no quedaba nada que profanar. Los romanos mataron a quien aún tenía impulso o energía para luchar, prendieron fuego a lo poco que no había sido quemado y tomaron prisioneros y esclavizaron al resto de los habitantes de la ciudad. En un período de apenas cinco meses, de una población de 2.7 millones que habitaban Jerusalén al comienzo del asedio, “el número de los que perecieron durante el asedio fue de 1.1 millón, de hecho, la mayor parte fueron de la misma nación judía”. [11]
La gran mayoría de los judíos fueron asesinados por gente de su mismo rebaño. Tácito, que documentó los acontecimientos desde la perspectiva de los romanos, tenía estimaciones similares a las de Josefo en cuanto al número de víctimas. Contó poco menos de 1.2 millones de judíos, incluyó en su cálculo a los judíos que fueron exiliados.[12] El amargo resultado pronto demostró que Vespasiano tenía razón. La Gran Revuelta fracasó; Jerusalén y el Templo fueron destruidos.
Claramente, la ruina se debió, en primer lugar y sobre todo, al odio infundado que se había extendido entre el pueblo judío. Cuando la nación, que fue establecida con base en el amor al prójimo, perdió su capacidad de mantenerse unida, no hubo nada que mantuviera al pueblo unido por encima de las diferencias emergentes, por eso, fue exiliado. El exilio es más que una reubicación física de masas de judíos de Israel en otros países, su verdadero y más profundo significado es el desapego de la nación de su identidad, de la razón, el propósito y la ideología que la formaron.
Un enfoque egoísta de la vida provocó el aumento de la pasión por la riqueza, el poder y el control. Todas esas manifestaciones expresaban la pérdida de unidad con la división interna que desgarró al pueblo. Por eso, los sabios escribieron sobre este período: “¿Por qué fueron exiliados? Porque amaban la riqueza y se odiaban entre sí” (Masechet Minjot, Tosfata, 13).
Ese odio y división contrastaba con el estado espiritual llamado “Templo”, que es el estado de amor y unidad entre todos. Baal HaSulam se refiere al estado destrozado del pueblo judío en su artículo La Nación: “Como testificaron nuestros sabios, ‘Jerusalén fue arruinada sólo por el odio infundado que existía en esa generación’. En ese momento, la nación fue plagada y murió y sus órganos se dispersaron en todas direcciones”.
Kamtza y Bar Kamtza
La historia más comúnmente asociada con la destrucción del Segundo Templo se puede encontrar en el Talmud (Gittin 55-56). Según la historia, cuando el Templo aún estaba en pie, un judío rico en Jerusalén tenía un amigo llamado Kamtza y un enemigo llamado Bar Kamtza. Un día, el judío rico decidió hacer un banquete. Envió a su sirviente a invitar a su amigo, Kamtza, pero el sirviente, por error, invitó a su enemigo, Bar Kamtza.
El sorprendido Bar Kamtza lo tomó como un gesto de reconciliación y aceptó la invitación. Se puso sus mejores galas y fue a la casa del hombre que creía que ya no era su enemigo.
Cuando el anfitrión se dio cuenta de que Bar Kamtza estaba allí, se enfureció y exigió que se fuera de inmediato. Bar Kamtza, mortificado, le suplicó al anfitrión que lo dejara quedarse. Incluso se ofreció a pagar su propia comida y bebida y también la de los demás. El anfitrión no sólo lo rechazó sin piedad, sino que hizo que lo sacaran de su casa y lo arrojaran a la calle.
Humillado y deshonrado, Bar Kamtza juró venganza no sólo de su anfitrión sino también de los invitados que lo apoyaron. Decidió calumniarlos ante el Emperador.
Bar Kamtza fue al emperador Nerón y le dijo que los judíos planeaban rebelarse contra él. Después de una astuta persuasión, el emperador se convenció de que Bar Kamtza decía la verdad y envió a su ejército a destruir Jerusalén y el Templo.
A lo largo de las generaciones, esta famosa historia llegó a simbolizar el odio infundado que condujo a nuestra decadencia social y moral y, al exilio posterior. En el clima social actual, no podría ser más pertinente. Como podemos ver, leer y escuchar todos los días, los conflictos, las manipulaciones y la deshonestidad, nunca han sido más frecuentes entre nosotros. El sarcasmo y la burla que usamos unos contra otros no indican nuestro ingenio, sino nuestro desagrado mutuo.
Como solución a este estado, Rav Kook escribió: “Si fuimos destruidos debido al odio infundado, nos reconstruiremos a nosotros mismos y al mundo con nosotros, con amor infundado – Ahavat Jinam” [13].
Deja una respuesta